Perro

Ese perro era también el pretexto para transformarnos en perros con devociones poéticas que vivían en nosotros.

Gustavo Ogarrio

La primera vez que vi el libro, creo que al lado de las brochas chorreantes de color blanco y café con las que mi madre nos hacía pintar en jornadas extenuantes esas paredes de la infancia siniestra sin bombones en el fuego, pensé también en abuelos borrados por los nietos y en cierto presidente del siglo XIX; un rostro de seriedad un tanto agradable pero que con el tiempo se transformó en una mueca lo más parecida a mi propio abuelo enterrado bajo los pasados de la ciudad. Perro. El antifaz del primer y magnífico perro alejandrino que amparó, durante esos años tan fugaces como ciertos, nuestras empresas situadas en el vientre devorador de una ciudad infinita. Yo me quedaba pensando si ese perro de mirada alejandrina dormía boca abajo chupándose el dedo como decía mi madre que yo dormía o si se desparramaba por la cama apropiándose con sus ronquidos del nombre del tatarabuelo que transformaría en apellido inmortal.

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Perro. Ese perro era también el pretexto para transformarnos en perros con devociones poéticas que vivían en nosotros como la tristeza de las cacatúas y la soberbia de los flamingos o la pereza de los hipopótamos que se paseaban todos los días por los pasillos y los salones del colegio. Ese perro que escondido en las ubres de las vacas con la boca esperando la leche salvaje o entre los matorrales mientras se iba formando en su rostro el hachazo de la vida, era más que nosotros mismos cuando optábamos por la brutal sencillez de comer, correr, jugar y creer. Y quizás alguna vez me dije o lo pensé, después de un ataque de risas y carcajadas sin destino con Silvina: “Pero qué hazaña la de este perro de parecerse a mi abuelo”. Este perro alejandrino siempre un poco más joven que el rostro difuminado de mi abuelo y seguramente con el perfil de una piedra más amable.