Mi condición de sordo hasta por períodos de tres meses llegó a su momento culminante una mañana de agosto, justo cuando en una de las bancas que se encuentran en la entrada del parque de Los Jesuitas me disponía a leer una antología de cuentos de Hemingway. Cuando empezaba a hojear distraídamente las primeras páginas del libro sentí una vibración física extraordinaria. Las bancas que se encuentran en esta zona están hechas de un hierro grisáceo que las mantiene firmemente ancladas al piso. Debajo de este lugar corre todos los días el tren, cuya parada más cercana se encuentra justo a espaldas de La Alamedilla. Yo había escuchado el ruido del tren cuando jugaba con Camila en el interior del parque de Los Jesuitas o cuando la iba a dejar a la escuela, que se encuentra a una calle del paso del tren. Sin embargo, nunca como entonces su vibración me pareció tan viva, tan inesperada y espléndidamente viva. Su potencia subía por los costados de las paredes del túnel que estaba justo debajo de mí, ascendía por el suelo que yo pisaba y se encadenaba casi eléctricamente a la banca en la cual yo comenzaría a leer. En ese momento me di cuenta de que la fiesta de esta vibración estaba reservada para los sordos. Yo volteaba para comprobar que los demás no podían intimidarse con la potencia del tren. Sólo desde la sordera se podía percibir el vigor de este encadenamiento, la sensación del convoy entrando al cuerpo. El aislamiento magnificaba el movimiento vibrante que nacía del tren y provocaba en mí un ruido interior que era difícil de controlar, como si aquella vibración dulcemente brutal anunciara la emergencia por breves segundos de un mundo subterráneo, como si una turbulenta y espesa víbora fluyera por mis brazos, mi estómago, las piernas y la cabeza. Mi sordera se reveló en ese momento como un privilegio.