Gustavo Ogarrio Era capaz de sentir en los huesos la llegada de la lluvia y de algunas tormentas. El fémur y la clavícula en paz cuando de ir al Parque Rodó se trataba. Los fríos letales del invierno difícilmente eran evocados ante el extenuante calor del verano. Terrazas y balcones dispuestos hacia el río en su hacerse con el mar. Un palacio viejo como cíclope herido en la contemplación del tiempo. Las viejas tiendas de masitas de manteca sin destino ya que cumplir en la borrasca de la última modernidad. Una voz de seseo pronunciado hablaba de la demolición de La Giralda, la confitería en la que su abuelo tomaba el café y la abuela el té. Sentados los antepasados en la esquina de 18 de Julio y Andes y reseñados por la memoria de maneras distraídas, a veces como si esos rostros con sombreros de copa o bombín, pamelas con plumas y piedras, el bicornio de Napoleón, no advirtieran que eran también una forma de la inmortalidad. Las mandíbulas trituraban suavemente las achuras. En el Hospital Pasteur morían las tías que durante el invierno se congelaban en soledad antes de que llegaran los calefones con la electricidad ya domesticada. Los perfumes convivían con las úlceras al bailar esos tangos recién aprendidos. Los ataúdes esperaban a sus clientes con un cigarrillo rubio en la boca de los amables sepultureros. Las cruces de templos quebrados por el tiempo y el entrevero de lenguas que habían cruzado el océano. A las cinco de la tarde el follaje de los plátanos confundía los diez o doce tonos de verde en los paisajes que se rehacían una y otra vez con el viento. Era capaz de saber, con tan sólo mirar las orejas, si las personas dormían de lado, chupándose el dedo, o si roncaban estrepitosamente.