Gustavo Ogarrio Ha llegado el sábado de gloria en el momento más bajo de contagios y muertes de la pandemia en México. Con él llegan parvadas de pájaros que cruzan un cielo despejadísimo en la gran ciudad, después de algunos días de vientos totalmente inmoderados que remueven la contaminación hasta niveles terribles. Una voz en la radio nos dice que la gloria se abrirá durante el día: una luz de resurrección; un manotazo a las penumbras de la vida. Resurgir: volver a aparecer; reanimarse, regresar para volverse a ir un domingo cualquiera sin atardecer. Resurrección: levantarse, alzarse; abrir la puerta de piedra ante las cámaras de televisión. Si me fuera dada la maldición de resucitar, me encargaría de cabalgar sin destino por esa misma vida ahora repetida, pienso. Regresé tan sólo porque quería volver a escuchar aquellos lamentos en lenguas hermosas y lejanas para mí, dice alguna de mis resurrecciones ficticias. El sol nos une secretamente en el tiempo con todo aquello que ha existido. Otra voz resuena: ustedes perdonen, había que reír y bailar un poco antes de que cayera la noche definitiva. La máscara de mis resurrecciones es la única verdad que puedo mostrarles. Ya no somos peregrinos: nuestras caravanas se extraviaron para siempre en las arenas infinitas del desierto de lo moderno. También me digo: adiós al calvario de los edificios y de los automóviles, adiós a los sábados de gloria con niñas y niños moqueando después de las aguas turbulentas mojando los cuerpos alegres y que nunca nos regresarán a Egipto. Nunca quise resucitar, si la muerte no es definitiva prefiero dormir para siempre en el engaño. Cuando era niño, la imagen del crucificado ponía a prueba mi sentido de la espera. Cierto día me cansé de aguardar a que ese cuerpo se activara para bajar de la cruz, ahora me aburro con expectativas intrascendentes.