Gustavo Ogarrio Había leído aquella tarde el retorno a Tipasa de Albert Camus: “Después de cinco días de caer sin tregua sobre Argel, la lluvia había terminado por mojar hasta el mismo bar. Desde lo alto de un cielo que parecía inagotable se precipitaban sobre el golfo incesantes torrentes de agua, viscosos a fuerza de ser espesos. Gris y blando como una gran esponja el mar se hinchaba en la bahía sin contornos. Pero la superficie de las aguas parecía casi inmóvil bajo la lluvia continua. Sólo de vez en cuando y a lo lejos un movimiento imperceptible y amplio levantaba por encima del mar un vapor turbio que llegaba hasta el puerto, por debajo del cinturón de avenidas mojadas. La ciudad misma con todas sus blancas paredes chorreantes de humedad exhalaba otro vaho que llegaba a encontrarse con el primero. Cualquiera fuera la parte hacia la que uno se volviera en ese momento, parecía que se respiraba agua, que se bebía el aire”. Quizás por eso, yo esperaba que mi propio retorno a Montevideo me indicara las pautas de esa respiración de humedad y que me recibiera un silencio de tormenta en su hacerse de nubes negras en el firmamento; algún estremecimiento de estatua en la Plaza Independencia, la tristeza turística e inocua del mausoleo, el olor fugaz de la rambla en esa mezcla suave de lo dulce y lo salado con el oleaje de la carne casi cruda y el faro que estallaría también en silencios. El general Artigas, por ejemplo. Pero no fue así. Del cielo brotaba un azul terso de bandera extendida, un refugio solar de invierno, una breve pausa en el opaco fluir de las piedras en el río, la frialdad iluminada de una ciudad que ya no me envolvía en esa felicidad transitoria de sus conversaciones por siempre derrotadas...