Gustavo Ogarrio El Movimiento Rupestre, que se dice nace en 1984 en la monstruosa Ciudad de México, debe su nombre a un membrete para distinguirse de los no-rupestres: música de guitarra acústica sin electricidad; dialéctica impoluta de la ciudad que busca fuera de la cultura de masas sus propios mitos sin públicos delirantes; músicos y poetas erráticos de los arrabales, que dejan las huellas de su estridencia en canciones y en historias de vida que, como la trágica muerte de Rockdrigo en el terremoto del 85, son arrasadas por la ciudad telúrica y por sí mismos, por el tiempo de un inadvertido final de los tiempos: “el tiempo pasa, el tiempo se acaba… el tiempo no existe”. Fantasmas de amor cruzan la ciudad de los arpegios rupestres: “gatos negros y hambrientos, desperdiciando su talento…”; “el eterno río del dolor”; la promesa de una vida absoluta en la rotunda certeza de esta música que pide un corazón. Ningún poema urbano se compara con los rombos de colores que salen de esos ojos de ajenjo. Había cisnes y dagas, guitarras austeras que giraban solas en el reino de la madrugada. Unicornios de humo; voces caguamas; el rock que se aúlla en frecuencias de novato; cisnes blancos y tinacos en las azoteas; ninguna poesía mística para la ciudad horrenda y diamantina…tan sólo los aullidos de estos perros que caminan hacia ningún lugar. “Yo también me fui de la ciudad y me llevé sus lentejuelas; me robé sus entrañas sin darme cuenta, como hace todo el que pasa por aquí”. Ha muerto Roberto González, uno de los rupestres más entrañables, siempre nostálgico de la figura de Rockdrigo, y autor de uno de los himnos rupestres; “El huerto” elipsis de la tierra prometida de lo rupestre y de la canción urbana: “Yo no sé hasta dónde se reciente lo vivido / pues saberlo es simplemente estar ya muerto / seguiré siempre cantando a lo prohibido / y gozando de los frutos de este huerto”.