Gustavo Ogarrio Debo confesar que nunca fui un fanático de “Los Stones”, como les decía Miguel Enríquez, ese otro baterista entrañable con ojos de batracio que pasó por Follaje y por el grupo de Nina Galindo y que finalmente se exilió en Morelia, donde lo conocí. El primero al que vi tomar las baquetas con una tranquilidad casi obscena para tocar y cantar sin estridencias “Hoochie Coochie Man”, de Muddy Waters. Era evidente que ahí se había hecho un nudo entre el blues, la batería de Charlie Watts y la alucinada calma de Miguel Enríquez. Podíamos hablar durante horas de álbumes como “Sticky Fingers”, “Aftermath”, “Their Satanic Majestie Requests”, “Black and blue”. Más bien, Miguel podía decir con una sencillez brutal las virtudes de esos discos y, sobre todo, explicar el complejo movimiento de manos en las percusiones y relacionar esas y otras canciones con huidas nocturnas y recuerdos mediante expresiones contundentes que después se revelaron como presagios: “no me gusta regresar a la Ciudad de México…preferiría olvidarla”, “lo que me encanta de Morelia es que sólo me tritura por dentro”; “mantener el “tempo” y no llenarlo todo de detallitos que despistan”. Desde entonces no confío en los bateristas “espectaculares” o hiperactivos. Su frenesí me distrae, la mano en lo alto con la baqueta girando entre los dedos tampoco me impresiona. Prefiero a los bateristas esfinges, como Charlie Watts y Miguel Enríquez. Rocas que cuando tocan parece que mantienen el “tempo” en una tumba mental de pensamientos lejanos y con la mirada distraída que raramente pasa por la tarola. Alguna vez le pregunté a Miguel Enríquez por qué no tocaba con su grupo en Morelia covers de los Rolling Stones si era su banda favorita: me dijo que eran imposibles, que eran un grupo que no podía replicarse, mucho menos con un baterista como Watts, devoto del tempo. Ha sido la única vez que he escuchado hablar a una esfinge de otra esfinge.