Gustavo Ogarrio Por ejemplo: el julio amargo en el que a mi abuelo se le ocurrió salir por última vez al patio –cojeando y detenido por su bastón de brocados negros– para intentar el baño de sol y de lluvia que lo cubrieron hasta la eternidad desde ese instante, el del mayor peligro, el de la última vez; ya sin fuerzas para manejar con destreza el bastón o para al menos mirar el ocaso de las cosas del mundo de ese mismo patio que iban muriendo en él: la mesa de sus herramientas, el portón de madera que años después también moriría en nombre del acero; el árbol incómodo sembrado en medio del patio y que también sería ejecutado en nombre del concreto, de la modernización de las casas y de la bienvenida a los automóviles nuevos. Por ejemplo: el momento en el que a mi madre se le desordenan todos sus recuerdos y encubre, con una sonrisa hermosa y un poco extraviada, esa lucha en su cabeza pelirroja por acordarse que había nacido en la calle Violeta, que las hermanas brincaban sobre la cama antes de dormir y que dormían peinadas para que a la mañana siguiente Ana no perdiera el tiempo desenmarañando la cabeza de cada una de sus hijas y así evitar la batalla contra los rizos acerbos y los alaciados imposibles. Por ejemplo: las jirafas elásticas que vi por primera vez desde los hombros de mi padre; la murmuración de los niños al pie de las jaulas; los lobos marinos en su tristeza de acuario; teoría de las conspiraciones contra la libertad y contra el peluquero del león hambriento. Por ejemplo: la pesadilla que tuve hace veinte años en una casa de huéspedes en Antigua –mientras me reponía de la subida al volcán Pacaya– y en la que se caían los dientes del guía cuando nos daba instrucciones; otro caminante se volteaba y me decía: “Yo soy tú…yo soy tú y no llegarás a ver las explosiones nocturnas del volcán”.