Torneo relámpago

Reniego de esta mercantilización tan extrema de los jugadores y del entorno futbolístico y mediático que ha llegado a niveles de fanatismo nunca antes vistos.

Gustavo Ogarrio

Lo que me atrae del futbol no es la espectacularidad de los delanteros. No suelo ser muy empático o fanatizarme con los goleadores a los que se les atribuyen cualidades futbolísticas casi sobrenaturales o sobre los que recae todo el peso de las virtudes y de los equipos.

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Reniego de esta mercantilización tan extrema de los jugadores y del entorno futbolístico y mediático que ha llegado a niveles de fanatismo nunca antes vistos. Lo considero una cuestión política y parte de los procesos culturales que han generado una violencia y una destrucción de la “subjetividad” que a veces se vuelve muy objetiva, como aquellas batallas y agresiones masivas, brutales y homicidas, que desgraciadamente se han vuelto recurrentes en estadios y calles poseídas por las violencias machinas que deja el futbol.

Siempre me interesé más por las historias de los perdedores, como lo fui yo en el futbol, que por la felicidad de los que conquistaban elogios y campeonatos. Yo fui un portero goleado, poco afortunado, que volaba en la línea de gol como un tritón extraviado o que salía a achicar sin suerte, con líneas defensivas con las que compartía la misma desventura, pero que no sé bien porqué tuvo algo de gracia en sus innumerables derrotas.

Recibí goles de media cancha, enfrenté delanteras letales que me llevaban veinte centímetros de estatura o cuatro o cinco años de edad. Pero también fui un portero que lo poco que atajó lo hizo de manera eficiente y sin aspavientos. Tengo la impresión de que cierta dignidad trágica me acompañó en mis fracasos. Pocas veces sentí el peso desmedido de una victoria absoluta. Alguna vez, en un torneo relámpago en el que fuimos campeones, cuando jugaba de medio defensivo, logré un gol olímpico. Fue uno de los días más extraños en mi vida.

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