Gustavo Ogarrio El poeta mexicano Eduardo Lizalde ha cumplido 92 años el pasado 14 de julio. En su poesía, la figura del “tigre” se pasea lento; es búsqueda y cautiverio a su manera: una “trampa de oro” que espera “inútilmente” a la fiera, aunque el tigre pase “frente a la trampa absorta / amada, / y la trampa lo mira, dorándose, pasar…”. Un tigre encarnado en el “yo”: “Uno se ponía a odiar como una fiera, / entonces, / y alguien pasa y le dice: / <vente a cenar, tigrillo, la leche está caliente”. En Lizalde hay un refinado sentido de la ironía: este tigre, cuando encarna en el “yo”, se transforma en una dócil fiera, en un “tigrillo” que pierde toda su ferocidad a la menor insinuación de esta leche caliente que es también la ceguera de la vida doméstica y del amor; cuando la violencia épica del felino se desvanece con este gesto de espantosa docilidad. La obra de Eduardo Lizalde se extiende también hacia una de las articulaciones más problemáticas de la poesía hispanoamericana: la relación entre la poesía culta y los cantos populares. Sus “Boleros del resentido” transforman la naturaleza popular y melodramática de este género musical en una poética que le canta a ese “polvo finísimo” del ocio y la esterilidad que cubre las cosas. Otra vez esa intimidad poética que ya estaba en el tigre ahora es evocada a través del bolero. En Lizalde, la apropiación culta del bolero es también la negación del mismo canto misógino en el que la mujer es propiedad, salvación y purificación. “El amor es otra cosa”, es decir, “el amor es todo lo contario del amor”: es una batalla contra su idealización que desde la infancia nos envuelve, contra la doctrina del amor romántico; el amor es tragedia, tiene “senos de rana, alas de puerco” … “Sueño de alguien que muere”. El amor sólo es posible cuando el otro o la otra duermen.