Gustavo Ogarrio “La invención de Morel”, escrita por Adolfo Bioy Casares, es una obra que se asume tan definitiva y emblemáticamente fantástica que muchas veces se pasa por alto la riqueza creciente de su irónica clave artística, ya que el narrador es un perseguido que quiere dejar un testimonio escrito de su acorralamiento en una isla: “Escribo esto para dejar testimonio del adverso milagro. Si en pocos días no muero ahogado, o luchando por mi libertad, espero escribir la Defensa ante sobrevivientes y un Elogio de Malthus. Atacaré, en esas páginas, a los agotadores de las selvas y de los desiertos; demostraré que el mundo, con el perfeccionamiento de los policías, de los documentos, del periodismo, de la radiotelefonía, de las aduanas, hace irreparable cualquier error de la justicia, es un infierno unánime para los perseguidos”. Sin embargo, conforme se complica su “relación” con las imágenes que llegan a la isla y su condición de espectador que mira a los “intrusos” a “todas horas” sin ser visto, el prófugo va modificando la naturaleza de su testimonio: “Siento con desagrado que este papel se transforma en testamento”. Una lectura deslumbrada por las posibilidades metafísicas que se advierten en las imágenes como invención acaso ha disminuido la importancia del narrador en la novela. La historia de amor improbable entre el prófugo que llega a la isla en la que posteriormente surgen las imágenes de Morel, Faustine y otros “intrusos”, es también el hilo narrativo en la perspectiva de la historia: la novela está contada en la primera persona del singular, desde el yo del prófugo; este punto de vista hace más imperiosa y dramática la imposibilidad de su amor por Faustine, la joven de aspecto gitano que todas las tardes mira el sol. Además, esta perspectiva narrativa del prófugo también unifica las referencias intelectuales del mundo narrado y las dos líneas problemáticas de la novela, según Francisco Javier Rodríguez Barranco: “el sentimiento trágico de eternidad” y el “desdoblamiento metafísico de la realidad”.