Gustavo Ogarrio Cuando se iba a incorporar, una mujer de pelo negro, largo y de rizos desordenados, entró en la recámara con un vaso de leche en la mano. Ella besó su frente para después acercarle el vaso, tomándolo de la parte de atrás de la cabeza para llevar su boca lentamente hacia el líquido blanco, como si atendiera a un enfermo. Escuchó por primera vez la voz de la mujer cuando le preguntó si había bebido demasiado la noche anterior. Él contestó que sí. Ella se recostó en su hombro. Fue hasta el siguiente día cuando decidió que no se opondría a los acontecimientos. Se dejaría llevar por la nueva vida que emergía de todos lados. Tenía dos hijos, una esposa amable que todas las mañanas lo despertaba con un vaso de leche y era dueño de una importadora de azulejos. Por la tarde recibió una llamada, una invitación para jugar al póquer con unos amigos que vivían del otro lado de la ciudad. Acudió y se aburrió hasta el punto de fingir un dolor de cabeza para regresar temprano a casa. Aceptó esa vida como se acepta el transcurrir de las horas en el día o la llegada de la noche. Intentó hablar lo menos posible con su esposa. Sus hijos le reclamaron airadamente, en un par de ocasiones, su indiferencia de los últimos días. Su esposa le preguntó varias veces si se sentía mal, si estaba enfermo. Él respondía de manera evasiva, afirmando incluso que su agotamiento tenía que ver con el exceso de trabajo. Habrá sido un día muy cercano al cumplimiento del mes en aquella vida cuando lo despertó una llamada telefónica: “Acabaré contigo si no sales ahora mismo de mi casa”. Colgó de inmediato. De manera discreta se quedó cuidando el teléfono todo el día, nervioso y expectante. Por la noche volvió a sonar. La misma voz le dijo: “Esto no es ninguna broma. Te mataré si no sales de esa casa en este momento”.