Gustavo Ogarrio Un país ajeno sin cordilleras o con esa única montaña que es también una tibieza verde de cielo azul en el verano o con un malecón en el que sopla un viento descomunal que como gigante invisible y deforme obliga a que en las paradas de los autobuses urbanos las niñas se aferren a los postes para no elevarse sobre el río o sobre el mar o sobre el faro cíclope en medio de la tempestad. Un país cuyos músculos llegaron primero en forma de murmullos y risas de siete mil kilómetros de longitud. Canciones contra el olvido que eran el olvido mismo. Muertos apaleados con más muertes en los campos de batalla de la historia y de palabras como dictadura, exilio, tortura…obreros y estudiantes, unidos y adelante. Se decía que había que doblar en sus esquinas para reconocer los olores a queso y tuco mezclándose con voces que eran piedras y acantilados. Se decía que había también monólogos que todavía esperaban la invasión del ejército brasileño que entraría por el Chuy hasta llegar al malecón de Monte con su paso a mansalva en una tarde sin relámpagos. Era un país lejano que había extraviado los nombres de las cosas y de los seres. Libertad era una prisión mortecina en la que se pelaban papas en enormes mesas de madera; debajo de esas mesas se transcribía a mano “El capital” de Carlitos Marx. Yo no sabía que un país lejano se podía transformar en otro río, en otro mar… en silencios forasteros que me regresaban de otro modo lo vivido. Yo no sabía que en ese país encontraría un zoológico en la calle General Rivera en el que habitaba la tristeza de un mono araña que había sido un dios hindú. Tampoco sabía que en mis recuerdos más secretos quedaría la imagen de un lobo marino arrojándose sobre un estanque vacío…No sabía que la lejanía de ese país temblaría en mi país que ya es ninguno y que la belleza trágica de las nostalgias ardería en voces y risas que no tienen país.