Gustavo Ogarrio De los Beatles, siempre fueron las portadas lo que más me atraía. Una de ellas me hacía sentir una cercanía inexplicable: la cubierta del primer álbum, “Please please me”, en la que aparecen los cuatro en las escaleras de la compañía EMI, en Londres, mirando hacia abajo. Pero fue una película la que desató mis ficciones periféricas sobre los Beatles. Se titulaba “Yesterday” y era polaca, dirigida por Radoslaw Piwowarski: la historia de cuatro jóvenes que se mimetizarían en los Beatles para cantar sus canciones en la fiesta de graduación del liceo. Una disputa por el amor de una estudiante nueva, Ania, entre Ringo y John en un contexto represivo de posguerra, ultracatólico, así como el accidente de John por una descarga eléctrica del micrófono, precipitaban dos de las escenas culminantes de la película. La primera: al llegar la nueva batería de Ringo, ya con la banda de covers separada, éste se tira a un estanque con los tambores colgando del cuerpo. La segunda: afuera del baile de graduación, Ringo y Ania bailan “Love me do” con letra censurada y cambiada, interpretada por otros alumnos del liceo. Quizás lo que más me llamó la atención de esta película era ese modo, tan “lejos de Liverpool”, de vivir y padecer a los Beatles, como si éstos pudieran narrarse de otra manera, muy ajena a sus propios conflictos personales y políticos divulgados a escala mundial por la prensa, y con ello las vidas fantasmales de sus seguidores e intérpretes en lugares impensados pudieran encarnar y transformar las personalidades fetichizadas para darles otro sentido de “eternidad” a sus canciones, como lo hacen Ania y Ringo en un juramento epistolar. Sin embargo, fue Harrison el primer Beatle que irrumpió en mí como una tormenta casi afable cuyos relámpagos eran esos rasgueos de guitarra iniciales y el requinto deslizado sobre una nota (slide), absolutamente ingrávido: “My Sweet Lord”.