Inés Alveano Aguerrebere Una de las cosas que aprendí de mi asesor en Ámsterdam, Marco te Brömmelstroet, es que las calles son demasiado importantes como para dejar la responsabilidad de su diseño a arquitectos o ingenieros. Lo dice en el libro que escribió con Thalía Verkade, ‘Movement’: desde que las calles estuvieron en manos de ellos, las ciudades han perdido su riqueza. Se han vuelto hostiles. Pero esta semana que se conmemora el Día Internacional de la Mujer quiero destacar los ejemplos de lo que se ha hecho bien. Ya sea por iniciativa del gobierno, de la sociedad organizada o de la ciudadanía. En Lima, Perú vi colonias pobres con alberquitas en la calle. No una, ni dos, sino decenas. Niños y niñas disfrutando el fresco del agua por la tarde. Personas adultas charlando a poca distancia, cómodamente sentadas a la sombra de los edificios. Debido a que no entrevisté a nadie, me aventuro a pensar que se organizan entre vecinos/as, para tenerlas, mantenerlas y compartirlas. Y ese placer que se pueden dar durante cierta temporada del año, contribuye importantemente a su calidad de vida. En esas calles, la velocidad que llevan los vehículos que las atraviesan, es mínima. El entorno les hace comprender que en ese espacio prevalece la seguridad y el disfrute del que ahí vive, por encima de la velocidad del que pasa. En París vi carriles completos anteriormente utilizados para estacionamiento en la calle, reenfocados para ciclovías protegidas. Incluso uno frente a la torre Eiffel. Todo fue cuestión de voluntad. La visión que tuvo la alcaldesa Anne Hidalgo, fue de eficientar el uso, brindando seguridad a personas que anteriormente habían sido invisibilizadas (el estacionamiento es el uso menos eficiente de todos, aunque se cobre por él). La existencia de una red conectada de caminos seguros y sombreados para las personas en bicicleta elevó considerablemente su número. Más de una persona que nunca había considerado usar la bici como medio de traslado, se animó viendo las posibilidades recientemente abiertas. En Bogotá disfruté banquetas exquisitas. Muy distintas a aquellas que te fuerzan a ir en fila india con las personas que caminan contigo. No como aquellas que te orillan a bajarte al arroyo vehicular debido a la congestión peatonal. El alcalde eliminó un carril vehicular para redistribuir de manera más justa el espacio. Como resultado, las ventas de los negocios colindantes se incrementaron. También presencié una parada de transporte público que no tiene ni Obama. Una con espejos de agua, sombra y bancas. En Salzburgo me sorprendí con un paseo arbolado a la orilla del rio lleno de puestecitos de comida y artesanías. También con fuentes de piso en distintas zonas del centro de la ciudad. (De nuevo el agua y la vegetación enriqueciendo las experiencias de los habitantes y paseantes). Sean personas o animales. En Zamora caminé por el paseo peatonal y ciclista que hay hasta Jacona. Uno lleno de árboles, bancas y pájaros por el cual tuvieron que luchar las familias con uñas y dientes hace unos años, para que permaneciera. Un lugar que cada tarde se llena de grupos o parejas paseando o haciendo ejercicio. Uno que incluso brinda servicio a personas en sillas de ruedas. Son esas zonas, las que parecen decir a la población: “me importas”, las que realmente brindan calidad de vida. ¿Se imagina cómo sería su cotidianeidad, si los espacios públicos que usted ocupa a diario tuvieran más naturaleza, más sonido de pájaros charlando, más arrullos de agua corriendo? Dice un texto en internet: “además de cumplir un rol funcional en las ciudades, las calles, avenidas y espacios públicos tienen una importancia social, cultural y política. Sin embargo, el diseño y administración negligentes de la red de caminos y espacios públicos ha dañado la vida urbana.” Es momento de ampliar la responsabilidad de diseñar las calles hacia la población, hacia otras profesiones, hacia otras visiones. Es momento de reconocer que las calles tienen funciones mucho más importantes que sólo permitir que la población se mueva en auto a través de ellas.