Jaime Darío Oseguera Méndez El sistema político electoral de los Estados Unidos muestra absoluta y clara decadencia. En plena época electoral, camino a elegir Presidente y renovar el Poder Legislativo, se asoman de manera muy evidente las deficiencias de un mecanismo electoral que en el año 2020 estuvo a punto de colapsar. Fue enero de 2020, en el momento en que se declara ganador a Joe Biden, la presión ejercida por Donald Trump para que los Colegios Electorales de varios estados anularan la elección, generó la mayor crisis constitucional en el sistema de elecciones estadunidense caduco. Por un momento hubo un riesgo de que no se pudiera decretar al ganador, solamente a unas horas del relevo constitucional. Algo inédito en la historia política del país que se asume como el adalid de la democracia. Presumen de que el suyo es el mejor sistema. No hay cosa tal. Su régimen de reparto del poder es artesanal, pobre en instituciones, se asienta en la tradición de un país que ha perdido las mejores virtudes de sus principios y valores. Hoy sigue en litigio la acusación para que Trump sea juzgado ante diferentes tribunales estatales y en la Suprema Corte de la Nación. Conspiración para promover el fraude electoral es uno de los señalamientos principales cuatro años después de que se dieron los resultados. De hecho, podría ser electo aun estando indiciado penalmente. Un sistema electoral está diseñado para decidir quién gobierna. En el fondo se trata de los mecanismos para el reparto del poder. En las sociedades y estados modernos, el forcejeo por el control de las decisiones públicas provoca conflicto. El sistema que funcione bien debe ser capaz de distribuir bien ese conflicto. Eso incluye votaciones libres, con sufragio universal, partidos políticos y ciudadanos en contienda y con capacidad de ganar y que todos los actores queden conformes con el conteo de los resultados. Cuando no sucede así, no funciona el sistema, como está pasando en los Estados Unidos. Otra muestra de su decadencia es la manera en que se expresan los sufragios y se cuentan los resultados. No necesariamente gana el que tiene más votos, como se supone que debe funcionar el sistema de votación universal. La percepción general sobre la democracia es que se imponga la regla de la mayoría. No hay mayoría más clara que quien tiene más votos con respecto de sus contendientes. Bajo el sistema federal de los Estados Unidos, cada estado tiene un peso diferente en el contexto general de las decisiones. El voto no es universal sino ponderado. El partido político que gana la elección de un estado, por la diferencia que sea, aún la mínima, obtiene el total de los delegados de ese estado al Colegio Nacional de elecciones. De manera que un partido puede ganar la mayoría de los estados, pero perder de manera apretada los que cuentan con más delegados. Esa combinación puede permitir que un candidato tenga más votos individuales, pero menos delegados al Colegio Nacional y así perder la elección. Hillary tuvo más votos que Trump y no fue Presidenta. Al Gore tuvo más votos que Bush, quien a la postre fue presidente. Es un sistema caduco, artesanal, primitivo, que paradójicamente cuenta con voto adelantado, voto postal y urnas electrónicas. La teoría dice que funciona con base en la confianza y los registros electorales en la mayoría de las entidades son municipales. En varios sistemas políticos, la segunda vuelta electoral garantiza que haya una mayoría forzada de la mitad más uno de los sufragios para el ganador. En el caso de que el día de la elección nadie obtenga la mayoría de los votos, se convoca a una segunda vuelta entre los dos punteros, uno de los cuales por fuerza tendrá que obtener el triunfo. Son sistemas que tienen su antecedente en cuestiones culturales e históricas. A Estados Unidos le había funcionado bien, hasta que alguien como Trump, desequilibrado y ansioso de poder, desafió a la clase política y se lanzó a batir los tambores de guerra contra el sistema. El sistema electoral estadunidense está en franca decadencia porque funciona con base en el dinero. Uno podría pensar que es lo mismo en todos lados, pero allá explícitamente se recaudan fondos para publicidad electoral. Se trata de espectáculo puro. Nadie debería llamarse a sorprendido si decimos que la política es espectáculo. Lo es en casi todo el mundo, pero justamente ahí reside su desprestigio: en la falta de programas y valores o planteamientos políticos. No hay programa sino imagen. Se impone la imagen ante la idea. El sistema de nuestro vecino está en declive cuando tienen que competir dos candidatos decrépitos. El signo de la decadencia total. Uno loco y otro senil. Es una selección entre dos proyectos que no son distintos en el fondo. Expresan la falta de juventud en sus políticos y el dominio del establishment rancio, que no despierta emoción. Una sociedad polarizada, gobernada por ideas caducas; espejo pleno de una sociedad deprimida, excesivamente consumista y sin grandes expectativas de futuro. Ambos candidatos, Biden y Trump, tienen que fundamentar su propuesta política en atacar a México con motivo de la migración masiva que llega a través de nuestra frontera. Si México y el problema migratorio es el principal asunto de la discusión pública en Estados Unidos, su sistema está podrido de fondo, porque hay otro tipo de asuntos que deberían ser parte de la gran escena discursiva: la violencia en las calles, la pobreza en las ciudades, la drogadicción entre sus jóvenes, la invasión de mercancías chinas, el atraso tecnológico con respecto de otros países y muchos etcéteras más. Igual que acá, la elección está corriendo y bien nos hace vernos en el espejo de los demás, para saber qué se puede y se debe mejorar. Siempre es una buena actitud.