Jaime Darío Oseguera Méndez Al mismo tiempo que el grave repunte de contagios por COVID-19, en la misma intensidad de la dispersión del virus en sus nuevas modalidades, crece la temperatura en el ambiente político. Dirían los clásicos “los demonios andan sueltos”. Previo al Tercer Informe Presidencial, mucho antes de que cierre la Primer Legislatura del sexenio, se desató la sucesión presidencial. El banderazo de salida lo dio el propio López Obrador, imprimiendo así una huella más de su estilo personal de gobernar. Ha dicho que las cosas no son como antes, pero muchas en verdad se parecen. Este interés de conducir y controlar los tiempos del juego sucesorio, había sido facultad prácticamente exclusiva de los presidentes en el tiempo del partido hegemónico. La decisión del presidente de hacer públicas sus preferencias sobre los posibles candidatos de su partido, exhibiéndose de cuerpo completo como jefe del mismo, ha puesto en la palestra a sus dos principales actores: Claudia Sheinbaum, jefa de Gobierno de la CDMX y Marcelo Ebrard, secretario de Relaciones Exteriores, quienes ahora estarán aún más visibles, presionados, sujetos a la dinámica propia de quienes ya son precandidatos. Vamos a ver qué tanto les pesa que su jefe los etiquete como sus alfiles. El presidente mencionó a un puñado más, quienes en los hechos sólo jugarán testimonialmente. Van a estar en este proceso interno como perro en carnicería: nada más mirando. Repito, si las cosas no son como antes, en verdad se parecen mucho. Los matices no obscurecen el fondo. Antes como antes y, en política, parece que ahora también como antes. ¿Tiene derecho el Presidente de iniciar el juego de la sucesión? Por supuesto que si, sólo que exhibe lo primitivo y artesanal de los métodos de Morena, que debería conducir todo un procedimiento como partido y no como oficialía de partes. No lo han hecho porque sólo han tenido a López Obrador como candidato y hombre fuerte Vamos a ver cómo se resuelve este asunto institucionalmente. Si Morena es un partido autónomo, independiente de una voluntad, entonces habrá una serie de procedimientos, tiempos, requisitos que van más allá de los apetitos y preferencias personales. En muchos sistemas probadamente democráticos el Jefe de Gobierno o Presidente es al mismo tiempo el líder de su partido. Nada de malo tiene; hasta pareciera consustancial a la democracia, salvo que la historia de México registra abusos constantes en el uso de esta figura. Es la facultad meta constitucional que definió Jorge Carpizo para analizar los poderes de hecho que ostentaba el Presidente: era el jefe del partido, de los gobernadores, de los ministros de la corte, de los senadores, diputados en cuyos ámbitos ejercía una facultad discrecional absoluta. El pináculo de esas facultades, el momento clave de sus decisiones justamente era la designación de su sucesor. Es claro que López Obrador no se va a privar de ese momento. Lo ha dicho, él es el destapador. La diferencia es que en muchos de los países donde el Presidente es el líder indiscutible del partido en el gobierno, existe y funciona de manera adecuada un sistema de contrapesos que evitan las tentaciones autoritarias sexenales como ocurrió muchos años en México y que fueron el principal motivo para la oposición al régimen de parte de los actores que hoy gobiernan. No es congruente hacer hoy lo que se criticó ayer, con la arrogante justificación de que hoy se hace virtuosamente. Lo oprobioso de concentrarse en el proceso político propio es que el país se encuentra en llamas. Tenemos en la puerta el rebrote de la COVID-19 y como consecuencia la amenaza de volver a parar la actividad económica, retrasando aún más el esperado crecimiento económico. Hay regiones enteras en manos de la delincuencia organizada y la disputa entre grupos antagónicos es cada vez más cruenta. La violencia común vuelve a amenazar las ciudades; los feminicidios van al alza, la pobreza sigue en aumento y el país está políticamente polarizado. Parece poco prudente poner por encima de esta masa inasible de problemas el festín de la sucesión. No le sirve a nadie. Ni siquiera a ellos mismos, porque seguramente se harán más marcadas las disputas y diferencias entre los participantes. De manera natural existen estas desavenencias en un gabinete, donde los secretarios toman partido con los consentidos del jefe, en este caso los punteros. Al exhibir de manera oficial la competencia en la mesa, va a crear más problemas de los que resuelve. De entrada, habrá por lo menos otro competidor que se sienta relegado y seguramente puede ser motivo de controversia. Es el caso del Senador Ricardo Monreal, al que de manera evidente e insistente excluyen de las listas oficiales, con lo que no se puede apreciar en realidad si lo perjudican o le hacen algún favor. Monreal buscará ser Presidente. Primero por Morena y si no seguramente evaluará sus alternativas. Excluirlo de inicio exhibe un ánimo cerrado, controlador. A los punteros, Sheinbaum y Ebrard, lo único que los puede descarrilar paradójicamente es el tren del metro. Ambos tienen responsabilidad en la tragedia. No son los únicos, pero si los más visibles. Uno la construyó y cualquier defecto en ese proceso es su responsabilidad. La otra le debe dar mantenimiento y los defectos en el mismo es una omisión motivo de sanción. Lo que se observa es que no va a pasar nada. Fundamentalmente porque ninguno de los dos tiene oposición. No hay quien los desafíe. Acaso la mayor crítica la tendrán entre ellos y al interior de su propio movimiento. Toda la oposición se encuentra absolutamente asustada, disminuida, pasmada, cooptada. Tienen la cola entre la patas y para tener la lengua larga, hay que tener la cola corta. En el PRI sólo se disputan las migajas y el derecho a decidir quien administra la derrota. El PAN inexperto, se encuentra indeciso y alucinante. El PRD no existe y los demás no pintan. De esta manera, los únicos que pueden hacer tropezar los proyectos del Presidente son sus propios seguidores y vaya que se esfuerzan en hacerlo.