Jaime Darío Oseguera Méndez El debate público es muy importante para la competencia democrática. Deberíamos decir que es necesario, obligatorio en los procesos donde el ciudadano, en ejercicio de su derecho, elige de entre diferentes opciones, personas, programas, esperanzas. El choque de los contrarios siempre deriva en nuevas posturas. Dialéctica política. La oposición de ideas es consustancial al sistema del reparto del poder; por lo menos cuando éste se disputa de manera civilizada. La competencia no es mala. Es peor la incompetencia y la falta de rivalidades ideológicas reales porque provoca vacíos que se suelen llenar con demagogia. La contienda política en los países con sistemas de elecciones democráticos como los nuestros requiere antagonismos, rivalidad, asumiendo que de ahí surge otra característica de la democracia que es su calidad. Democracia de calidad significa, entre otras cosas, que las opciones políticas se distinguen entre sí con claridad y establecen rutas de solución a los problemas. Tienen un sello de identidad. No es un asunto de personalidad; ni de decidir quién retrata mejor o habla más bonito. La competencia que genera democracia de calidad es constructiva, inteligente. Cuando no es así, se trata de una política decadente. Ese es el calificativo que debemos acreditar a los Estados Unidos. Primero la clase política estadounidense está en decadencia al ser incapaz de transformar un sistema electoral artesanal, simplón y vacío de contenido moderno. Como consecuencia ha sucedido que no necesariamente gana quien tiene más votos, sino más delegados. Cada vez la política está menos prestigiada del otro lado de la frontera. Está en decadencia porque se fundamenta en que gana quien consigue más dinero para promoverse. Es un ejercicio mercantil en el que chocan las oligarquías sin interesarse en lo que realmente necesita el pueblo de Estados Unidos. Por eso llegan a tener cierto éxito personajes como Donald Trump o en su momento Ronald Reagan. Son histriones, payasos que consiguen articular el apoyo de grupos económicos que los impulsan para defender intereses. Tal vez suceda así en todo el mundo y no hay que ser ingenuos. En todo caso debería haber sustancia, contenido para proponer al votante soluciones a sus problemas. Dice Robert Dahl en la introducción a su Poliarquía, que “el gobierno democrático se caracteriza fundamentalmente por su continua aptitud para responder a las preferencias de sus ciudadanos, sin establecer diferencias políticas entre ellos”. El debate presidencial de hace unos días, entre el presidente Joe Biden y el expresidente Donald Trump, por cierto, muy adelantado a las elecciones de noviembre, ha provocado todo tipo de reacciones sobre la elección y el futuro del país más poderoso del mundo. Mostró la decadencia total. Están destinados a elegir entre un candidato senil y un loco. Es profundamente dramático y preocupante. Joe Biden se había constituido como la esperanza de una candidatura demócrata sólida para impedir que Trump y sus locuras ganen la Presidencia. Después del debate la amenaza es real y Trump sigue subiendo en la preferencia de los electores indecisos y en estados clave para ganar. Biden está senil, desorientado, apenas pudo articular palabras y ya ni se diga de la falta de ideas y propuestas. Si el futuro de los Estados Unidos está sembrado en un líder absolutamente incapaz de mantenerse de pie y más bien parece necesitar pañales para no orinarse, pues entonces estamos en un problema todos los países que tenemos relación con Estados Unidos. Nada tiene de malo estar senil. De una forma u otra todo mundo va para allá. El problema es que el Presidente de los Estados Unidos toma decisiones que impactan a todo el mundo y si no está en condiciones físicas de pensar y actuar entonces habrá un vacío que será llenado por alguien. La lastimosa participación de Biden en el debate relanza las posibilidades de triunfo de Donald Trump, que está en el otro extremo de este circo. Un individuo incapaz de orientar sus ideas sin mentir; desarticulado, locuaz, megalómano, que apela a la polarización de una sociedad de por si racista y que ve Casa Blanca como un centro de negocios. Hay tal nivel de racismo aún, que los principales ataques de los republicanos contra la candidatura de Biden es que, seguramente morirá pronto y la Presidencia la tendría que asumir la Vicepresidenta Kamala Harris. ¡Los asusta ser gobernados por una mujer, descendiente afroamericana! ¡En pleno Siglo XXI en el país promotor del liberalismo democrático! Trump representa a ese segmento racista de la población americana identificado como el WASP (White Anglo Saxon and Protestant) es decir los blancos, anglosajones y protestantes que el extremo son promotores de una supuesta supremacía blanca. Racistas y autoritarios. Es un grupo de población que ya se volvió minoría en los Estados Unidos pero que sigue teniendo las capacidades económicas y el control de una buena parte de la clase política (establishment). Joe Biden lució su peor momento en el debate y Trump aprovechó para atacarlo en lo personal, exhibiéndolo como un guiñapo, incapaz de responder, en vivo, ante millones de personas. La clase política de los Estados Unidos está en decadencia porque hoy no tienen alternativas reales para sustituir a Joe Biden. Solo Kamala Harris. Así que se la van a tener que jugar con todo y su incapacidad evidente. Hay decadencia en la política estadunidense porque en lugar de ocuparse de fondo en asuntos internos medulares como la discriminación, violencia, marginación, pobreza y desigualdad creciente en sus zonas urbanas, buena parte de su perorata estuvo centrada en la frontera, como si nosotros fuéramos los culpables de su ocaso. La decadencia de la clase política de Estados Unidos es notoria; lo dice su mensaje, sus imágenes, discusiones y personajes. Tendrán que elegir entre un payaso y un senil.