Jesús Silva-Herzog Márquez La autocrítica es un ejercicio tan infrecuente que, en cuanto aparece, merece ser acogido con entusiasmo. Hace veinte años, David Brooks, un comentarista conservador del New York Times, publicó un librito simpático y perceptivo. Un libro que reunía una serie de estampas sobre la nueva clase dominante en Estados Unidos. No era un tratado académico sino un experimento en lo que él mismo llamó "sociología cómica." Desde el título se advertía de una novedad histórica: dos tradiciones culturales no solamente distintas sino hostiles, confluían de pronto para formar un nuevo club: eran los bohemios-burgueses. Bobos, los llamó Brooks. En efecto, al despuntar el nuevo siglo, los grandes empresarios, los personajes acaudalados de la nueva economía abrazaban ciertas formas de la contracultura. Antes los burgueses eran empresarios cuadrados, obsesionados con el trabajo y la riqueza. Eran defensores de la familia tradicional y votaban por el Partido Republicano. En la nueva élite había una rebeldía contracultural. Sus integrantes amasaban fortunas gigantescas, pero, al mismo tiempo, en sus patrones de consumo, en sus entretenimientos, en su discurso moral había mucho de la rebelión de los sesenta y mucho también de la codicia de los ochenta. Los bobos se enorgullecían, no solamente de sus credenciales creativas, sino de su sensibilidad superior, de sus carísimas máquinas de café y de sus vacaciones exóticas. Cuidaban las palabras, se pretendían abiertos a la diversidad, desplegaban vanidosamente sus prédicas. Brooks se burlaba un poco de los modos, muchas veces ridículos e impostados, de su propia tribu, pero, en el fondo, presentaba un cuadro admirativo de esos profesionales de la creatividad con los que, en buena medida, se identificaba. Veía en ellos, ante todo, a una comunidad abierta. Tendremos nuestros defectos, advertía Brooks, pero nunca seremos una casta. Brooks ha vuelto a sus bobos. En un artículo que aparece en el número de este mes de The Atlantic advierte los errores de su libro, las equivocaciones de sus anticipos, la ingenuidad de muchos de sus juicios. Al volver a sus retratos se percata de la inocencia de su optimismo. Si en algo se convirtió aquella "clase creativa", dice veinte años después, fue precisamente en una casta. Una casta tan arrogante, tan abusiva y tan hermética como cualquier clase dominante a lo largo de la historia. Me equivoqué y me equivoqué en asuntos fundamentales, reconoce el articulista. Imaginé que este nuevo grupo actuaría de manera diferente. No lo ha hecho. No anticipé la forma tan agresiva con la que impondríamos nuestro dominio sobre los otros. No olí que veríamos a la sociedad tradicional como remanente de una época ida y mucho menos que los trataríamos con tanto desprecio. No preví que también levantaríamos murallas para resguardar nuestros privilegios. No fui tampoco capaz de advertir que bajo la confianza en nuestros instrumentos académicos o tecnológicos se escondía el desprecio; que detrás de la bandera del progresismo estaba una profunda intolerancia. Mucho del resentimiento contemporáneo proviene de la arrogancia de esa nueva clase dominante, sugiere Brooks. Se han acentuado las desigualdades, y no solamente de riqueza, sino también, y sobre todo, de respeto.