Jorge A. Amaral Por fin, luego de que en 2013 fuera liberado, este viernes fue recapturado el narcotraficante Rafael Caro Quintero, implicado en el secuestro, tortura y asesinato del agente de la DEA Enrique Camarena en 1985, quien trabajaba infiltrado para investigar las actividades del entonces Cártel de Guadalajara, liderado por Miguel Ángel Félix Gallardo, Ernesto Fonseca y el propio Caro Quintero. Ese hecho, como tantos otros que se han dado en la historia reciente de México, está enmarcado en un manto de opacidad, complicidades y silencios, ya que se detuvo a los narcotraficantes implicados y al dueño de la casa donde fue asesinado Camarena, pero no cayó ningún funcionario de alto nivel, ni de México ni de Estados Unidos. Vale recordar que la década de los 80 fue la última de la llamada Guerra Fría, en que Estados Unidos luchó férreamente para acabar con cualquier intento de gobierno comunista en América Latina, y por eso es que financió y entrenó a movimientos paramilitares que neutralizaran a los movimientos guerrilleros y de izquierda. A fin de llevar esa lucha contra el comunismo, el gobierno de Estados Unidos, vía la DEA y la CIA, permitió grandes operaciones de narcotráfico a cambio de cooperación de los cárteles latinoamericanos para apoyar con dinero y armas a movimientos como la Contra nicaragüense. Eso hacía que los narcotraficantes fueran un mal necesario para Estados Unidos, y también permitió que los capos afianzaran su poder político y económico, metiéndose a la bolsa a importantes funcionarios de gobierno que actuaban como facilitadores. Esa relación de corrupción floreció en la década de los 80, dividiéndose el narcotráfico en los alas o facciones: por un lado, los productores y traficantes, que pagaban grandes sumas de dinero a cambio de no ser molestados por la otra parte: el gobierno, cuyos funcionarios se forraban de dinero extorsionando a los delincuentes. Quien no pagaba protección, podía ser detenido, sus cargamentos corrían el riesgo de no llegar y sus sembradíos de marihuana podían ser destruidos. Si el pago no se hacía o el tráfico de drogas se desarrollaba sin el permiso del gobierno, a esos ranchitos dedicados a la siembra de marihuana y amapola podía llegar una partida de militares y quemar casas, violar a las mujeres y niñas y luego matarlas junto a los hombres que no alcanzaran a correr al monte. En su libro “La última bala”, el periodista Sergio Cortés Eslava da cuenta de uno de esos pasajes en el estado de Guerrero. Incluso en mi familia hay anécdotas de este tipo de hechos, pero de eso hablaré si un día recojo las vivencias de ese matriarcado del que provengo. Bueno, volviendo al tema. Así era la relación y todos felices, porque los funcionarios, políticos y mandos castrenses y policiacos cobraban regularmente su soborno, y los narcotraficantes podían trabajar en paz. Recordemos que en esa época el narco estaba lejos de ser el mayor generador de violencia, ese era trabajo del Estado, que era el que encarcelaba, desaparecía y ejecutaba extrajudicialmente, sobre todo a los disidentes o sospechosos de serlo. Pero Enrique Camarena estaba muy cerca, además de que sobre él pesaba la sospecha de ser agente doble, así que un buen día, con la anuencia de autoridades mexicanas, decidieron secuestrarlo para interrogarlo, y así lo tuvieron hasta que de plano se les murió. Entonces Estados Unidos reaccionó porque la muerte había alcanzado a uno de los suyos y la presión mediática y diplomática creció hasta volverse insostenible. Así los miembros del Cártel de Guadalajara dejaron de ser aliados y comenzaron a caer uno tras otro. En distintas investigaciones del caso hay un nombre bastante conocido y familiar que suena con frecuencia: Manuel Bartlett, entonces secretario de Gobernación con Miguel de la Madrid. El hoy titular de la Comisión Federal de Electricidad, defendido a capa y espada por el presidente López Obrador, es señalado de ser el nexo más fuerte entre narcotraficantes y las altas esferas del gobierno. Diversos reportes lo ubican en reuniones con los barones de la droga de aquellos años, y sin embargo, mientras sus antiguos mecenas se pudren en la cárcel, él siempre ha mantenido su posición privilegiada. Ahora bien, retomando el caso de Caro Quintero, la opinión pública no dudó que su liberación en la administración de Enrique Peña Nieto hubiera tenido que ver con los favores que al capo le debiera el viejo PRI, al que el expresidente representaba. Ese fue el sentir ciudadano. Ahora, la opinión pública se pone sospechosista y plantea la posibilidad de que el capo hubiera sido tema de conversación durante la reciente visita de Andrés Manuel López Obrador a Estados Unidos. Y es que ya en la tarde del viernes, el gobierno de Estados Unidos, en un comunicado, se dijo “sumamente agradecido” con México por la captura de Caro Quintero, quien, debido a que tiene orden de extradición, no habrá de pasar mucho tiempo en Almoloya antes de ser enviado a rendir cuentas al Tío Sam por la muerte de su agente. Por lo anterior, ligeramente esbozado, es que se equivocan quienes dicen que Caro Quintero no era prioritario cuando hay un Mayo Zambada o un Mencho o unos Chapitos operando y generando cientos de muertos cada mes. La captura de Caro Quintero es importante por toda la historia que hay en torno a él y de la que fue protagonista. Sin habérselo propuesto, el sinaloense es de los responsables en el cambio de la relación bilateral México-Estados Unidos, al ser uno de los hombres que cambiaron para siempre la forma en que se lucha contra las drogas en ambos lados de la frontera. Además está el factor emocional: Caro Quintero fue partícipe de la muerte de un agente norteamericano, y como mató a uno de los suyos, el Tío Sam lo quiere en su mesa para saborearlo y masticarlo lentamente, como hoy lo hace con El Chapo. Ya habrá oportunidad de que la relación bilateral ponga de por medio a algún otro capo de más impacto. Al tiempo. Alito y las maromas El líder nacional del PRI, Alejandro Moreno, ha estado figurando como la estrella en los programas de la gobernadora de Campeche, Layda Sansores, quien cada semana da a conocer información sobre el exgobernador de esa entidad o publica audios de llamadas entre el político y sus colaboradores. Ha sido muy variado el contenido de los audios y no los vamos a recapitular en este momento, pero sin duda el escándalo que más ha llamado la atención en las últimas semanas es lo señalado por la gobernadora en el sentido de que se encontró un celular de Alito con imágenes comprometedoras de diputadas priistras. La acusación no es menor: se señala a Alito de haber traficado con diputaciones plurinominales a cambio de que las aspirantes de su partido le hicieran llegar fotos de ellas. Uno se hubiera esperado, sí, la indignación de Alejandro Moreno al verse cachado en la maroma, incluso denunciando irregularidades en las acciones en su contra. De hecho, cualquier persona con buena voluntad hubiera imaginado que sectores del PRI, como la Organización de Mujeres Priistas, o liderazgos femeninos de ese partido, como Beatriz Pareces, por ejemplo, se hubieran pronunciado y pedido, si no la remoción, sí una investigación a presuntos actos de acoso y violencia de género y política contra las mujeres de ese partido por parte de su líder. Cuando esa polémica se soltó, no faltó quien preguntó quienes podrían haber sido esas diputadas que le mandaron sus fotos al dirigente, y la respuesta se dio de la manera más burda, estúpida y desvergonzada: en lugar de proceder en consecuencia, un nutrido grupo de diputadas del PRI se reunió en torno a su líder nacional y se dejaron ir a la yugular de Layda Sansores, amenazándola con lo peor de lo peor si esas imágenes se llegan a difundir. Así, cuando se le cuestiona cobre ese tema y los audios que lo incriminan, Alejandro Moreno sale con un discurso ensayado y ya bastante dicho: “Desde el gobierno de Morena se utilizan las instituciones del Estado para atacar a la oposición”, argumentando que “no tengo nada que esconder. Mi patrimonio es público, lo he acreditado toda mi vida”. Una y otra vez Reitera que la “embestida que padece el partido, junto con las y los legisladores del PRI, se inició inmediatamente después de que votaron en contra de la reforma eléctrica y luego de que anticiparon que no pasará la reforma electoral que pretende el gobierno federal; después de actuar de manera valiente, nos han amenazado, nos han calumniado”. Y remata poniéndose la camiseta de mártir: “Lo que quiere este gobierno es tener un PRI a modo, y esto no lo va a tener. Primero me tienen que matar para callarme. Nosotros siempre estaremos en contra de cualquier tema ilegal”. Si se le pregunta sobre las supuestas imágenes, Moreno responde que “es una forma de querer implementar el terrorismo psicológico”, y como buen presidenciable, apunta a 2024: “la coalición Va por México es fundamental y la vamos a mantener. No nos van a dividir, hagan lo que hagan, porque este gobierno está dispuesto a todo con tal de quedarse en el 2024″. De esta manera, entre salidas tangenciales, respuestas distractoras y maromas peligrosísimas, Alejandro Moreno sigue jugando al mártir. A ver si eso le funciona a su partido en 2024, porque Va por México ni está tan acá. Es cuánto.