LA CASA DEL JABONERO | La imagen del político

Se contratan agencias de publicidad o estudios fotográficos para que los políticos vanidosos se vean no sólo bonitos, sino poderosos, seguros de sí, confiables, inmaculados, condescendientes con la gente

Jorge A. Amaral

Inicio esta entrega con el poema de Charles Bukowski “El rostro de un candidato político en una valla publicitaria”: “Ahí está: / No demasiadas resacas / No demasiadas peleas con mujeres / No demasiados neumáticos desinflados / Nunca pensó en el suicidio // No más de tres dolores de muelas / Nunca se saltó una comida / Nunca estuvo encarcelado / Nunca estuvo enamorado // 7 pares de zapatos // un hijo en la universidad / un coche que no tiene más que un año / pólizas de seguros / un césped muy verde / cubos de basura con tapa hermética // seguro que le eligen”. Vaya, la imagen del perfecto candidato, inmaculado ante la opinión pública.

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Esto viene a cuento porque a inicios de la semana llamó la atención Sandra Cuevas, alcaldesa de Álvaro Obregón, en la Ciudad de México. Resulta que, por si no lo vio, la funcionaria tapizó la alcaldía con su fotografía con motivo de su Informe de Gobierno. A tal grado llegó el narcisismo, que su imagen, además de estar en todos los postes y vallas publicitarias ad nauseam, también fue colocada a todo lo ancho y alto de un edificio. Mediante la magia de la edición de fotos se logró plasmar en carteles, pendones y espectaculares la imagen de una mujer joven, segura de sí, empoderada, vanguardista, todo ello acompañado de frases como “se logró el objetivo” y “vamos x más”.

No sabemos si el objetivo era poner su foto hasta en las alcantarillas o si eso de ir “por más” es amenaza y a la otra pondrá su foto en la Luna. Ya ve usted que con los políticos nunca se sabe cuáles son sus objetivos reales y hasta dónde están dispuestos a llegar para conseguirlos, ya sea dinero, poder, influencias, cargos públicos.

Recordemos que hace tiempo Sandra Cuevas recibió su dosis de repudio cuando mandó retirar todos los rótulos de negocios, como los de comida, porque, según ella, afean su alcaldía; sin embargo, ahora no tuvo empacho en poner su foto por doquier. Me recordó a la tristemente célebre alcaldesa de Copándaro, que le dedicó una obra pública a su señor padre sólo por el parentesco, que puso su nombre en un andador, que poco le faltó para estampar su nombre y fotografía hasta en la materia sólida del drenaje. Ya ve usted que en México no importa si es un municipio chiquito o una alcaldía de la Ciudad de México, abundan los políticos bananeros.

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Pero esto no es ninguna novedad, desde siempre, reyes y reinas se han hecho pintar por los más connotados artistas de la época, los semidioses que gobernaban Egipto quedaron plasmados en los muros, se compusieron cantares de gesta para que los juglares los llevaran por todo el reino, se acuñaron monedas con la efigie del gobernante, se hicieron miles de retratos en que el soberano aparece con pomposos atuendos o en inverosímiles escenas de batalla.

Y es que el poder envanece a quien lo ostenta, enferma a quien se ciega por él, no importa si se para en la más alta tribuna o sobre un ladrillo. Por eso ahora se contratan agencias de publicidad o estudios fotográficos para que los políticos vanidosos se vean no sólo bonitos, sino poderosos, seguros de sí, confiables, inmaculados, condescendientes con la gente, a la que tratan con paternalismo gubernamental (véanse fotos de alcaldes o gobernadores chocándola con niños (los ciudadanos del futuro), abrazando viejitas (somos un país aferrado a la madre), saludando a ancianos (porque ellos son la voz de la experiencia), abrazando señoras (el pilar de los hogares mexicanos), conviviendo con jóvenes, y si son de barrios marginales, de la comunidad LGBT o de plano un mosaico con todos, mejor (un político que escucha a todos y es, como diría Playa Mata Fokas, un delincuente inclusivo).

Esas medidas son muy eficientes cuando se requiere generar arraigo entre la ciudadanía, cuando se necesita que los gobernados sientan que pertenecen a un cambio, a una revolución en la que, aunque haya que hacer sacrificios, vale la pena porque es por el bien común. Por eso en países donde luego gobiernan insurrectos, revolucionarios o golpistas, se mete la imagen del gobernante o caudillo hasta en la sopa (si es que hay sopa). 

En este momento viene a mi memoria el documental “Rusia, revolución conservadora”, del periodista español Ricardo Marquina Montaña (https://www.youtube.com/watch?v=zKnOECC6YIY). En ese trabajo, que le recomiendo ampliamente, uno de los entrevistados es el artista plástico cosaco Maxim Ilyirov, quien critica el que, al triunfo de la Revolución Rusa, fueron demolidos los templos y destruidos los afiches religiosos: “La Unión Soviética, como cualquier otro imperio, intentó suplir ese vacío del alma: colocaron su momia de Lenin en la Plaza Roja, lo cambiaron todo. Ellos sabían que Rusia es un pueblo creyente, tenemos muchos santos y reposan en tumbas abiertas. Pues ellos hicieron lo mismo con Lenin. En vez de la Santísima Trinidad, pusieron a Karl Marx, Friedrich Engels y a Lenin. En vez de procesiones cristianas, hicieron marchas con banderas rojas. Quisieron cambiarlo todo y decir ‘aquí tenemos un nuevo mundo’”.

Entonces los políticos y gobernantes se erigen como fetiche, como figurín religioso, como santos patronos de la transformación (no hablo de la cuarta, aunque bien podría, por encerrar su propio fetichismo), y entonces se convierten en parte sustancial de la iconografía institucional a fin de que también inunden la mente de los gobernados para así fortalecerse y no sólo no encontrar resistencia a sus políticas, sino una férrea defensa frente a sus detractores.

Este afán de figurar y hasta lograr que su imagen sea incluso vista con romanticismo hace que los políticos tomen la tribuna, puede ser la Cámara de Diputados o el Senado, y suban a decir idioteces sin sentido pero que funcionan como limón en el carbonato de la percepción social. 

De ahí que un debate legislativo o una comparecencia se convierten en los más vulgares y penosos espectáculos, en sainetes nauseabundos que de todos modos no abonan nada, no resuelven nada, sólo dan que decir en las redes sociales, y el ciudadano promedio, ávido de que le digan lo que quiere escuchar, asiente y difunde lo dicho por tal o cual senador o diputado.

Es por esa razón que personajes como Alfredo Gallegos, el Padre Pistolas, se hacen tan populares, porque no está diciendo nada novedoso, incluso es demasiado conservador, pero como entre frase y frase avienta mentadas y “chingaos”, la gente dice “ah, mira, él sí les dice las cosas como son”. Pero no las está diciendo como son, las está diciendo como el espectador cree que deberían ser, y hay esa identificación. Fue lo mismo con el Vicente Fox candidato presidencial del 2000: un tipo rústico, mal hablado, incluso vulgar, haciendo un burdo derroche de demagogia. Y todos los políticos explotan eso, desde AMLO hasta sus opositores, y eso les da una imagen de cercanía a la gente para que el pueblo los sienta propios y decida defenderlos y respaldarlos.

Todo lo anterior nos demuestra que no importa si es la primera mitad del siglo XX y estamos en la Plaza Roja saludando a Stalin o en la alcaldía Álvaro Obregón atestiguando el Informe de Gobierno de Sandra Cuevas en 2022, el espíritu es el mismo: el culto a la imagen como una vía para legitimarse ante su pueblo y mostrar músculo a sus adversarios. Así, cualquier servidor público, sobre todo si tiene ciertas aspiraciones, generará una imagen de sí mismo para llegar a la ciudadanía.

Desde un presidente municipal haciendo una ceremonia de inauguración de una tasa de baño en una primaria hasta un gobernador entregando por enésima vez un distribuidor vial inconcluso, o un presidente marcando la agenda del día desde su púlpito matutino, vivimos en una cultura de la imagen, con una educación basada en estampitas, desde las religiosas hasta las de políticos y personajes históricos, y por eso seguirá habiendo políticos que piensen que basta poner su foto enorme en un espectacular o en la fachada de un edificio para creer que ya cumplieron, o que basta con asumirse como diputados locales, federales o senadores y subirse a la respectiva tribuna a decir sandeces mientras los debates urgentes para la ciudadanía a la que constitucionalmente representan quedan pospuestos. Es cuánto.

Posdata con gratitud

Por medio de Sam Herrera llega a mis manos el libro “Crónicas deportivas de Morelia”, del maestro Samuel Herrera Delgado. Esta nueva entrega del veterano periodista y escritor es un compilado de su columna “Ayer y hoy”, que cada martes se publica en este diario, y da cuenta de las leyendas del deporte amateur en Morelia, de todos esos personajes que han dejado sus vidas en un campo de juego.

Enhorabuena por la publicación, ya que libros como este y otros que don Samuel ha escrito son registros para la memoria colectiva de la ciudad y del estado. Salud por ello.