Jorge A. Amaral Antes que nada, una aclaración: lo que usted está a punto de leer es una aproximación, un esbozo, no tengo la verdad absoluta, pero sí la piel lo suficientemente morena. Hay investigadores con excelentes estudios sobre este tema, pero a su teoría le falta calle. Por desgracia, el nuestro siempre ha sido un país polarizado. Desde el lejano periodo de la conquista hasta nuestros días, México ha sido una sociedad dividida por distintas barreras. Así se nos enseñó la historia, así aprendimos a componer canciones y así las cantamos. Ya he descrito este fenómeno en otras entregas, desde la compleja división de castas en la época colonial hasta las categorizaciones que hoy en día tenemos. En política no ha sido muy distinto, pues el actual gobierno revivió la rivalidad entre liberales y conservadores, ahora aderezada con los desencuentros entre una supuesta izquierda y la derecha. El discurso de Andrés Manuel López Obrador ha enarbolado estas rivalidades apelando a la simpatía de los sectores más desprotegidos y económicamente vulnerables. Primero los pobres, porque a ellos hay que entregarles los recursos que antes se quedaban en manos de los poderosos, de la mafia del poder, de los conservadores y fifís que están molestos porque han perdido privilegios. Ese discurso le ayudó a conseguir la Presidencia de México y le ha sido de gran utilidad para hacer contención de daños, para que, si la luna de miel con los votantes ya pasó, al menos el matrimonio se mantenga para seguir ganando elecciones. Pero esa romantización de la pobreza, esa búsqueda de acercarles programas de apoyo a los más vulnerables, hizo que la contraparte se alzara con airadas críticas a programas como Jóvenes Construyendo el Futuro, al considerar que el dinero que los más productivos de este país generan se les está dando a los que ni estudian ni trabajan. Ese tipo de políticas y dichos del presidente y su gobierno ha despertado a un dinosaurio que siempre estuvo ahí: el clasismo, hermano siamés del racismo. Desde su concepción, el entonces Movimiento de Regeneración Nacional tuvo un discurso subliminal. Había que regenerar a este país, romper con el pasado de corrupción y abusos y materializar la esperanza de México. ¿Cuál es esta esperanza? En un país con tantas carencias, con tan altos índices de pobreza, puede resumirse en ideas muy sencillas: que nos alcance. Que nuestros hijos no se queden sin comer, sin ir a la escuela o sin atención médica por falta de recursos; que los mexicanos podamos vivir en paz, en armonía. Y entonces el acrónimo del movimiento lopezobradorista le dio una identidad: Morena. Porque México, con una marcada presencia indígena y afrodescendiente, no es güerito, no tiene ojos verdes ni viste ropa de marca. No, el mexicano promedio es moreno, producto de la mescolanza racial desde la conquista. Pero el binomio clasismo-racismo también es parte de la herencia cultural que venimos arrastrando: el criollo sobre el mestizo y el mestizo sobre el indígena, el mulato, el negro y demás. Luego, los conservadores importando a un europeo como emperador. Décadas después, el afrancesamiento como identidad porfiriana. Luego de la revolución, el nuevo nacionalismo que, pese a reivindicar ciertos valores estéticos indigenistas, sólo los usó para los murales, porque los pueblos originarios siguieron viviendo marginados, explotados y violentados. Pero entonces llegó la reivindicación de las clases populares, que con obras como “Nosotros los pobres” y “Ustedes los ricos” señaló la virtud en la precariedad. Pobres pero honrados. Eso le valió la censura a Luis Buñuel cuando realizó “Los olvidados”: “Aguanta, Luis, nuestros pobres no son así, no son violentos ni agresivos, no son ladrones… Pepe El Toro es inocente”. Y sin embargo los pobres siguieron siendo pobres en los arrabales mientras los ricos de la Ciudad de México se iban a nuevas colonias y se divertían en los centros nocturnos de moda. La modernización de México sólo alcanzó algunas cuadras a la redonda, porque aún en los 80 muchos pueblos no tenían ninguna clase de servicios básicos. Así, ya de Miguel de la Madrid en adelante, mientras en la capital del país se gobernaba con miras tecnocráticas que derivaron en el neoliberalismo, en la periferia de la ciudad y en la periferia de México, o sea, la provincia, la marginación seguía siendo evidente, salvo pequeños oasis en las capitales de los estados. Ya desde esos años el mismísimo Chava Flores reprochaba los sueños e ilusiones del proletariado. “¿A qué le tiras cuando sueñas, mexicano? / ¿A hacerte rico en loterías con un millón? / Mejor trabaja, ya levántate temprano, / con sueños de opio sólo pierdes el camión”. Estoy seguro de que el maestro no hizo esta canción de mala fe, sino sólo exponiendo una dura realidad: no vale la pena soñar, lo único es levantarse y trabajar y trabajar y trabajar hasta que el cuerpo no dé más de sí. Porque el pobre seguirá siendo pobre y al rico en realidad eso no le preocupa. Y entonces surge una nueva consigna: el pobre es pobre porque quiere, porque no aspira. Muchos de quienes comenzaron a ver las cosas de esa manera dieron en ver con desprecio a quienes, según ellos, no aspiraban. Esa clase ya estaba en otro nivel. Si bien no son millonarios, sí llevan un estilo de vida bastante holgado económicamente, pero llegó López Obrador a fustigarlos por aspiracionistas y entonces, lo que empezó siendo un insulto, terminó siendo un rasgo de identidad y un amplio sector comenzó a congregarse en torno a los partidos que hoy son de oposición. Son personas que piensan que en el régimen del PRI se vivía con más estabilidad, que con los gobiernos del PAN se alcanzó más desarrollo y que con AMLO vamos hacia el comunismo, que seremos Venezuela o Cuba. Muchos de ellos ya eran ricos, otros hicieron fortuna en las últimas décadas. Otros ni siquiera son ricos, sólo viven en un estira y afloja con las tarjetas de crédito. Pero en otros puntos de las ciudades donde ellos viven, hay gente cuyo único legado que ha pasado de generación en generación son la pobreza, la marginación, la falta de oportunidades. Tampoco hay que caer en el vicio, muy bien explotado por el morenismo, de considerar negativo el que alguien viva con holgura o tenga riqueza. Si es producto de su trabajo y esfuerzo e inteligencia, qué bueno, porque es gente que con sus negocios genera empleos que permiten a muchas familias levantar la cabeza y mirar hacia la esperanza de un futuro mejor. Pero la polarización que durante dos siglos se ha cultivado es hoy un árbol de grueso tronco y hondas raíces, aunque sus frutos sean amargos. Así como el régimen satanizó a los “aspiracionistas” y “fifís”, sus opositores han satanizado a los sectores más vulnerables, han hecho mofa de ellos. El ejemplo más evidente lo tuvimos con el Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles, que los detractores de AMLO llamaron “Central Avionera”, que dijeron que era naco, que no era suficientemente elegante para ellos, que no tenía una sala VIP acorde con sus aspiraciones. “He estado en los mejores aeropuertos del mundo y la Central Avionera no está a la altura”, hubo quienes escribieron en las malbenditas redes sociales, esa plaza pública donde podemos catar los niveles de encono y polarización que hay en este país, y que por ello, personajes de la derecha como Lilly Téllez o el insufrible Gabriel Quadri usan como trinchera para lanzar bolitas de estiércol. A nivel local, ese clasismo lo notamos con la Feria, o Festival Michoacán. Mucha gente lo consideró una kermés de pueblo, sin eventos carísimos a los que la gente pudiera entrar a consumir botellas caras y cantar narcocorridos. Incluso medios de comunicación abonan al clasismo cuando vemos, por ejemplo a Changoonga, publicando memes que hacen mofa de los habitantes de colonias populares como Villas del Pedregal, asentamiento que ha sido blanco de clasismo y hasta racismo por parte de los vallisoletanos de buena cuna y rancio abolengo que viven en colonias con los mismos problemas: fallas en servicios, calles deterioradas y delincuencia. Va una anécdota: hace un año hice un reportaje sobre Paradise Lowbike Morelia, un club de amantes de las bicicletas lowrider, quienes además comulgan con la estética y los valores choleros. Estas personas, a quienes siempre veré con gratitud y respeto, fueron blanco de ataques clasistas cuando el reportaje se difundió en redes sociales. Tuve el honor de ser invitado a su fiesta de aniversario y, créame, me sentí más en confianza, más seguro, más a gusto con ellos, que si hubiera estado en uno de esos antros del sur de la ciudad, donde siempre está latente el riesgo de que se desate una balacera. Esto se debe a que la gente suele atacar sin conocer, sólo por su aspecto, vestimenta, tatuajes o color de piel puede ser discriminado. Esto me recordó cuando, harto del acoso, le canté el tiro al vigilante de una tienda de prestigio porque no paraba de seguirme, basado sólo en mi atuendo, siendo que llevaba el dinero suficiente para comprarme el libro que buscaba y uno a él sobre el respeto. Esa es otra historia. Por desgracia este clasismo va a seguir mientras desde la esfera pública se siga fomentando, pero parece que eso está en el ADN del mexicano: al prieto y pobre, por prieto y pobre, y al güero de clase media o alta, porque seguro que se siente muy acá. Palabra de prieto. Es cuánto.