LA CASA DEL JABONERO | Réquiem por los decididos

Hay para quienes el mundo es bello y la vida es hermosa y satisfactoria, pero no para todos, y eso se acentúa justo en esta temporada en que el fin de año se acerca.

Jorge A. Amaral

Hay quienes un día, no sé si bueno o malo, deciden irse, como dijera Silvio Rodríguez, “soltar todo y largarse”. Hace tiempo me llamó la atención una nota de Monterrey: un estudiante fue y se sentó a la orilla de un puente, alguien lo vio y llamó a las autoridades, que prestas llegaron a hacerse cargo de la emergencia y tratar de disuadir al hombre. Durante todo el tiempo que estuvieron ahí, los policías no habían dejado de hablar con él para tratar de convencerlo. Él parecía no escucharlos, no les prestaba la más mínima atención. Al cabo de un rato, el hombre miró su reloj y sólo dijo “ya es la hora”, y saltó de espaldas al vacío para caer en el lecho de un río. Los rescatistas fueron por él y lo sacaron todo maltrecho, fracturado. Hicieron lo posible pero él ganó: murió.

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Hace muchos años, allá por la lejana infancia, en casa trabajaba Soco, una de las almas más puras y buenas que he conocido en toda mi vida. Ella padecía epilepsia y además era diabética. Era joven, no sé qué tanto porque para los niños sólo hay cuatro grupos etarios: bebés, chicos, grandes y ancianos. Soco era constantemente cortejada por Carlos, pero doña Elena se oponía a que su hija se liara en una relación con Carlos, un jornalero ocasional albañil a destajo, pero con alma nómada. Entonces, ante la oposición de la madre, Soco se veía a escondidas con Carlos en las horas en que trabajaba en casa. Doña Elena se oponía porque su hija estaba enferma y el pretendiente no tenía mucho que ofrecer.

Ese nomadismo hacía que Carlos se fuera del pueblo durante largas temporadas a trabajar con los de los juegos mecánicos que llegaban sólo dos veces al año: en Carnaval y Año Nuevo, y cuando los juegos lo traían de vuelta, llegaba a las once de la mañana a casa a bordo de su bicicleta, siempre cargado con los casetes más recientes de los grupos del momento, como Los Bukis, Los Humildes, Los Caminantes, Los Barón de Apodaca y toda la pléyade de la música chicana. Cuando Carlos se iba, esas cintas se quedaban en poder de Soco, quien las ponía para amenizar sus quehaceres. Así mientras barría o cocinaba, su mente se iba lejos, quizá volando hasta la feria en la que en ese momento Carlos estuviera.

Pasó el tiempo y, pese a la rabia de doña Elena, Soco se casó con Carlos. Pasaron los años, Soco se fue consumiendo por las enfermedades hasta que ya no hubo nada más que hacer. Yo, ya en mis veintitantos, ese día estaba en Morelia y mi madre me marcó para darme la noticia, así que emprendí el camino al pueblo. Tuve que detenerme unos minutos en la carretera porque la vista se me llenó de agua y sal. De ese tamaño era el cariño que le tuve a Soco.

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Carlos se quedó viudo, su madre había muerto tiempo atrás y sólo le quedaba un hermano mayor, Juan, un tipo afable que hoy es un anciano. Pasaron más años. Desde que se casaron, Carlos se hizo sedentario. Durante muchos años, algunos veinte, se dedicó a lo que podía, desde jornalero hasta chalán, pasando por cargador en una tienda de materiales, trabajo en el que al final se hizo viejo.

Era común verlo por las calles del pueblo a bordo siempre de su bicicleta, con un radio en la cintura escuchando la música de su juventud y mi niñez, sólo que ahora las cintas habían sido reemplazadas por una memoria micro SD en el pequeño aparato.

No hace mucho Carlos vendió su casa, en la que vivió con Soco. Con dinero en la bolsa fue y quiso comprar un ataúd, pero pensaron que estaba loco, así que se hizo acompañar de una prima suya para que avalara la compra. Luego de eso, fue y se sentó afuera de una tienda, disparó cerveza a todos los que ahí estaban y a los que llegaban. Los cartones salían llenos y entraban con botellas vacías. Mandó llamar a una banda que ensaya a unas cuadras de la tienda y les pagó para que le tocaran. Aquello fue una verbena. Ya ebrio, se levantó, fue a su casa y cerró la puerta. No lo volvieron a ver con vida.

Al no saber nada de él, fueron a buscarlo, pero sólo hallaron su cadáver y, junto a él, envases de fumigante. ¿Soledad?, ¿depresión?, ¿hartazgo? Quién sabe, nunca nadie le preguntó, ni siquiera esos que se emborracharon de gorra le preguntaron la razón de su arrebato, ni los parientes que supieron de la compra de la caja.

Por le regular, cuando alguien decide suicidarse, se escuchan comentarios como “qué pendejo”, “qué cobarde”. Pero sólo el indio sabe lo que carga en el morral y no podemos juzgar los motivos si no los conocemos, y si los conocemos, no entendemos las dimensiones de lo que la persona lleva a cuestas como para decidir acabar con su existencia. Alguna vez escuché decir a una persona al enterarse de un suicidio: “pero tan bonito que es aquí”. Pues sí, hay para quienes el mundo es bello y la vida es hermosa y satisfactoria, pero no para todos, y eso se acentúa justo en esta temporada en que el fin de año se acerca.

A propósito del Día Mundial para la Prevención del Suicidio, que se conmemora el 10 de septiembre, el INEGI informó que esta problemática aumentó 32 por ciento entre 2012 y 2022 en México, sobre todo en varones adultos y en personas de 15 a 29 años. Así, según datos del organismo, en 2011 5 mil 718 personas decidieron terminar con su vida, pero esta cifra aumentó a 8 mil 447 personas en 2021.

A veces, los medios de comunicación consignan los suicidios y los publican en sus secciones de nota roja, entre homicidios y accidentes, algo que me parece totalmente errado ya que un suicidio no es un accidente ni un asunto policiaco, en un problema de salud pública que, además sumerge en la tragedia a las familias y, por ende, impacta en la sociedad. Y es que, a diferencia delos delitos, que pueden prevenirse con estrategias de seguridad, y los accidentes, como los de tránsito, que pueden ser evitados con más vigilancia y otras medidas, los suicidios sólo pueden ser medianamente prevenidos si se interviene de manera oportuna, centrándose en la comprensión de estos hechos para generar estrategias adecuadas de intervención, como apoyo psicológico y emocional, y concientizar a más personas para que sepan que no es normal estar deprimido, por ejemplo, aunque, claro, nunca será suficiente.

Volviendo a las cifras del INEGI, el año pasado se reportaron en México un millón 093 mil 210 fallecimientos, de los que 8 mil 351 fueron por lesiones autoinfligidas. Esto quiere decir que hubo una tasa de suicidio de 6.5 por cada 100 mil habitantes.

De acuerdo con las estadísticas, son los hombres quienes más deciden acabar con su vida, pues de las muertes por suicidio, las personas del sexo masculino tienen una tasa de 10.9 casos por cada 100 mil personas; es decir, 6 mil 785. En cambio, en las mujeres la tasa es de 2.4 por cada 100 mil.

Siguiendo con los datos del INEGI, el grupo de mayor riesgo es el de hombres de entre 15 y 29 años, puesto que ocurren 16.2 suicidios por cada 100 mil hombres entre estas edades.

El suicidio en personas de 15 a 29 creció en los últimos años, ya que en 2015 se estimó una tasa de 8.1 muertes por lesiones autoinfligidas por cada 100 mil personas de esas edades. Pero hacia 2021 la tasa para el mismo grupo etario fue de 10.4. En el caso de los hombres de 15 a 29 años, el aumento en el riesgo de suicidio aumentó de 12.4 en 2015 a 16.2 en 2021.

Pero además, durante lo más álgido de la pandemia por COVID-19, los fallecimientos por lesiones autoinfligidas fueron la cuarta causa de muerte entre mexicanos de 15 a 29 años, sólo por debajo de las agresiones, los accidentes y el coronavirus. En hombres fue la tercera causa, mientras que para las mujeres fue la quinta.

Dentro de ese balance del INEGI, los estados del país con mayores tasas de suicidio entre personas de 15 a 29 años son Chihuahua, Yucatán y Campeche, con 26.4, 23.5 y 18.8 suicidios por cada 100 mil jóvenes, respectivamente. Por otro lado, las tasas más bajas las tienen Veracruz (4.2), Baja California (3.9) y Guerrero (1.4).

En cuanto a los métodos usados por quienes se han quitado la vida en ese mismo rango de edades, el más utilizado fue el ahorcamiento, sofocación o estrangulamiento en un 89.5 por ciento tanto en hombres y mujeres. En segundo lugar, con 4 por ciento, se encuentran las muertes por disparo de arma de fuego: en hombres, el porcentaje es de 4.5 por ciento. En las mujeres, el segundo método utilizado es el envenenamiento por disolventes, gases o plaguicidas, con 7.2 por ciento.

Traigo esto a cuento porque este Día de Muertos vale la pena también poner una ofrenda por aquellos que ya no quisieron o ya no pudieron seguir cargando con sus problemas, fueran los que fueran, y si usted conoce a alguien pasa por un mal momento, ayúdelo, pero hágalo bien, ya que para una persona con depresión no es suficiente un “échale ganas” o una palmadita en la espalda. Son personas que requieren ayuda profesional. Y si usted pasa por un momento complicado en su vida, busque ayuda, le aseguro que la podrá encontrar. Es cuánto.