JORGE OROZCO FLORES Durante los primeros cinco años del Gobierno Federal, la sucesión presidencial vivía en un radio de control desde Palacio Nacional. Arrinconada, la oposición a Morena por ese largo periodo permaneció muda, si se fijan bien, les temblaban las patitas. Como no había equilibrio entre las fuerzas políticas, una adueñada de la narrativa y la otra sin reflejos para responder, todo parecía cantado. Cualquiera que decidiera el presidente para estar en la boleta del 2024 sería quien le relevaría en el cargo. Toda posibilidad de que el presidente entregara la banda presidencial, el primero de octubre del año próximo, a cualquiera que no fuera postulado por Morena estaba completamente fuera de cualquier consideración medianamente sensata. Los datos parecían concluyentes. No se necesitaba mucho para mantener el poder presidencial. Hipnotizados por esa posibilidad, a los pre candidatos de Morena se les había visto caminando por el país convencidos de que la balanza estaba bien inclinada a favor de quien postulara el presidente. Claudia y Marcelo estaban haciendo su trabajo con el mismo guión, metiendo presión a la oposición para desacreditarla y ampliar el camino del triunfo electoral, en menos de un año. La sucesión presidencial estaba decidida, habría una heredera y varios legatarios. Todo bajo control. Cuando eso se decía ni la avanzada electoral de Morena daba muestras de que se preocuparan por convencer a más electores. Había conformidad, ficticia como todo en política, de quien decidiera el presidente sería impulsado en un proceso de unidad morenista. Todos contentos. Por el lado contrario, lo que muchos inconformes con la manera de conducir la política desde Palacio Nacional consideraban una candidatura presidencial, con Creel, Beatriz Paredes, Enrique de la Madrid o cualquiera de los otros diez aspirantes en modo de revancha contra el presidente. Pese al cansancio popular de los extremos, el radical y el pasivo, los políticos profesionales no daban muestras de ofrecer una campaña presidencial imaginativa. Todo parecía indicar que se reeditaría la campaña de 2018, con un profundo divisionismo de quienes están conmigo y quienes están contra mí. Si la recaptura de la presidencia por parte de Morena era un argumento con una amplia aceptación todavía en el mes de junio (después de la elección por la gubernatura del Estado de México), la ilegalidad de hacer campañas anticipadas había quedado eclipsada. Esa ilegalidad revela varios problemas de fondo. Que el dinero que se usa en las campañas anticipadas es oscuro, que no proviene de organizaciones sin fines de lucro. Hay lucro político y eso es una lacra, la regla no escrita del financiamiento de campañas políticas es una fuente de corrupción. El sistema de competencia política en México es perverso, hay una desigualdad entre los donantes espontáneos, motivados por una legítima simpatía política, que no obtienen ningún beneficio directo a cambio, con quienes invierten poderosas sumas para impulsar precandidatos y candidatos, que buscan la compensación de retorno de su inversión, que sale del erario. Ese es uno de los grandes desafíos en el combate a la corrupción. Si los partidos políticos ya reciben financiamiento público hay una duplicidad perversa del gasto partidista. El intercambio entre el apoyo económico y sus recompensas a corto y mediano plazos en la arena política es un tema que no incumbe resolver a los ciudadanos. La principal traba para solucionar es que carece de los mecanismos necesarios para ponerle un alto. ¿Qué le queda al electorado? Alguien que sea un político profesional que asuma sus responsabilidades, que haga apropiarse a sus colaboradores y subordinados las responsabilidades públicas marcadas en la ley. El ciudadano común que llega a puesto de gobierno, no lo debemos olvidar, no puede acceder a su escritorio de trabajo con ideas propias, contrarias a la descripción constitucional de su cargo. Su poder se puede incrementar con un elemento básico, no usar el poder para beneficio personal ni para pagar “deudas” de la campaña. Se tiene que aclimatar a un sistema plagado de tentaciones de robar. Este es el político potencial que México necesita, el que vence las tentaciones no el que promete en falso. Necesitamos un México en donde los políticos no gasten en encuestas para medir su popularidad. Claro que lo que digo no corresponde con la realidad. Los políticos no forman parte de organizaciones de bienestar social sin fines de lucro. Su lucha desde los partidos políticos se parece a la forma como los traileros rebasan en la autopista Siglo XXi de Michoacán. Así que por más que un político jure que no violará la Constitución pues no hay que creerle. Que aporte pruebas reales, no saliva. Hay que reconocerlos cuando se descubra que si comenten un error de consecuencias graves, de muerte o de empobrecimiento de los gobernados, renuncien ofreciendo disculpas. De aquí al 2024 hay que decirles a los políticos profesionales que tendrán el voto cuando renuncien o hagan renunciar a los políticos ineptos. Si se toleran y protegen entre ellos mismos, a otra cosa los gobernados, a trabajar para mantenerlos. Para qué desperdiciar tiempo, energía y dinero en un esfuerzo previsible de votar lo mismo para los mismos. Entre más insatisfecho esté el electorado con el desempeño gubernamental más desánimo social habrá, salvo que el presidente López Obrador cometa un error y destape a una candidata de la oposición que anime el debate político. Esperen, ya lo hizo, ya “destapó” el lunes 3 de julio a Xóchitl Gálvez. El proceso electoral en Morena está fuera de control. Eso es la democracia, la incertidumbre de las urnas. El siguiente escalón que haga grande la política mexicana: que se respeten los resultados adversos. Allí están las grandes dudas.