UNA IMAGEN Y MIL PALABRAS | La Cena de Emaús
La paradoja de la revelación, central en el relato bíblico y en la mística de San Juan, encuentra en Caravaggio un eco visual que trasciende su propia turbulencia personal.


JORGE OROZCO FLORES
En el corazón del siglo XVI, San Juan de la Cruz tejió en su “Noche oscura” un mapa místico para el alma errante, que, “con ansias, en amores inflamada”, se lanza a la penumbra guiada “sin otra luz y guía, /
sino la que en el corazón ardía”.
Este poema, nacido en una celda carmelita, convierte la oscuridad en un lienzo sagrado donde la ausencia de luz mundana desvela la presencia del Amado, culminando en una fusión transformadora: “amada en el Amado transformada”.
Con un lenguaje que danza entre lo sencillo y lo eterno, San Juan nos enseña que la fe no teme la sombra, sino que la abraza como umbral de lo divino. Su visión atemporal nos prepara para un encuentro con el arte y la narrativa bíblica, donde lo inesperado se convierte en epifanía, resonando con la esperanza de la resurrección que celebramos.
Tras haber meditado la semana pasada sobre la sobria intensidad de la “Crucifixión de Cristo” de Velázquez —un canto visual al sacrificio y la redención—, cambiamos el tono para adentrarnos en una joya del Barroco que destila luz y asombro: “La Cena de Emaús” (1601) de Caravaggio.
La imagen de Caravaggio nos recuerda que la fe es un relámpago que ilumina lo cotidiano —un pedazo de pan, una mirada sorprendida—, transformando la rutina en un encuentro con lo eterno.
En un mundo acelerado como el nuestro, donde las pantallas y el ruido compiten por nuestra atención, “La Cena de Emaús” y la “Noche oscura” nos invitan a mirar más allá del desaliento, en solidaridad con las víctimas, los desaparecidos y las familias afectadas por la violencia, más allá del desaliento.
Un destello de lo divino
En el Evangelio de Lucas (24:13-35), dos discípulos caminan hacia Emaús, un pueblo a pocos kilómetros de Jerusalén, tristes por la crucifixión de Jesús. Un desconocido se une a ellos y pregunta de qué hablan y por qué están tristes. Y responde uno de ellos, de nombre Cleofas: “¿Tú solo peregrino eres en Jerusalen, y no has sabido las cosas que en ella han acontecido estos días?”—“¿Qué cosas?” Él explica las Escrituras, mostrando que el Mesías debía sufrir para resucitar. Ellos, con el corazón encendido, lo escuchan sin reconocerlo. Al llegar a Emaús, lo invitan a quedarse. En la posada, cuando bendice y parte el pan, lo reconocen: ¡es Jesús! Entonces desaparece. Asombrados, dicen: “¿No ardía nuestro corazón?”. Corren a Jerusalén y anuncian: “¡Hemos visto al Señor resucitado!” Este pasaje del Evangelio cobró vida en la “La Cena de Emaús” (1601), pintada para Ciriaco Mattei, un óleo sobre lienzo (141 x 196 cm) que se encuentra en la National Gallery de Londres. Caravaggio creó otra versión en 1606, hoy en Milán.
Caravaggio, con su genio barroco, transforma este pasaje bíblico en una escena de impacto visual, donde la luz, el gesto y la humanidad convergen para revelar lo divino en lo cotidiano. La obra no solo captura un milagro, sino que invita al espectador a experimentar la Fe como un encuentro íntimo y transformador.
La pintura es un testimonio del talento de Michelangelo Merisi da Caravaggio (1571-1610), un artista cuya vida fue tan turbulenta como su arte revolucionario. Nacido en un pueblo cerca de Milán, Caravaggio se estableció en Roma en 1592, donde su estilo, inspirado por los maestros renacentistas como Leonardo da Vinci (“La Última Cena”), dio un giro audaz hacia el Barroco. Su uso del claroscuro —un contraste dramático de luz y sombra— rompió con la idealización renacentista, dotando a sus figuras de una humanidad cruda. Sin embargo, su temperamento lo llevó a repetidos escándalos, culminando en 1606 cuando mató a un hombre en una riña, forzándolo a una vida errante. “La Cena de Emaús” refleja esta intensidad: cada detalle, desde el pan sobre la mesa hasta la manga rota de un discípulo, está impregnado de vida y significado.
Cleofas empuja su silla
El lienzo vibra con elementos que capturan la atención. La figura de Cristo, serena, irradia luz, mientras los discípulos, con rostros marcados por el asombro, extienden sus brazos en un escorzo que parece romper el marco del cuadro. Cleofas, uno de los discípulos, empuja su silla en un gesto teatral, su expresión reflejando el impacto de la revelación. El posadero, ajeno al milagro, observa con calma, simbolizando quizás a quienes no ven la presencia divina. Objetos cotidianos —el pan, una jarra, uvas— anclan la escena en la realidad, pero el claroscuro la eleva a lo trascendente, con la luz emanando de Cristo como un faro espiritual. El historiador del arte E.H. Gombrich destaca esta capacidad de Caravaggio para hacer “profundamente humanas” las escenas religiosas, rompiendo con la idealización para mostrar a los discípulos como hombres comunes, tocados por lo sagrado.
“Caravaggio expresa los pliegues más sutiles del espíritu humano”, escribió el crítico Lionello Venturi, y “La Cena de Emaús” lo demuestra. La bendición del pan, símbolo eucarístico del cuerpo de Cristo, no solo remite al relato bíblico, sino que resuena con la Contrarreforma, que buscaba una fe viva y accesible. Una sombra sobre la cabeza de Cristo sugiere un halo, pero también evoca la traición y la cruz, un recordatorio de la Pasión que subyace en la resurrección. Esta obra, creada en el apogeo de la carrera de Caravaggio, antes de que su vida se tornara aún más caótica, es un puente entre lo terrenal y lo eterno. En cada trazo, en cada contraste de luz, Caravaggio nos recuerda que lo divino puede irrumpir en un instante, transformando una cena humilde en un encuentro con lo sagrado.
El fulgor de lo eterno
Caravaggio, un hombre de tabernas y riñas, encuentra en “La Cena de Emaús” un lienzo para lo sublime, donde lo mundano se transfigura en sagrado. La narración del Evangelio de Lucas, con su relato de los discípulos que caminan ciegos hasta que el pan partido ilumina sus corazones, encuentra acogida con la poesía mística de San Juan de la Cruz, quien canta a un Dios que se revela en la noche del alma. En su “Noche oscura”, el poeta describe un viaje interior hacia la unión con el Amado, guiado por una luz que no es del mundo, sino del corazón. Caravaggio, con su claroscuro, pinta esa misma chispa: la luz que emana de Cristo no solo alumbra la mesa, sino que despierta el espíritu, invitándonos a ver lo divino en lo que parecía ordinario. Esta obra, nacida de un artista muy terrenal, se convierte en un portal hacia lo eterno, recordándonos que la Fe puede florecer en los lugares más inesperados.
La paradoja de la revelación, central en el relato bíblico y en la mística de San Juan, encuentra en Caravaggio un eco visual que trasciende su propia turbulencia personal. Los discípulos, con sus ropas gastadas y gestos desbordados, son nosotros: seres comunes sorprendidos por lo sagrado. El pan, humilde en su simplicidad, se transforma en el cuerpo de Cristo, un símbolo eucarístico que une la mesa de Emaús con la experiencia mística de “quedarse olvidado entre las azucenas” del poeta. Caravaggio, con su pincel audaz, no idealiza, sino que desde lo humano muestra que lo divino no requiere altares dorados, sino corazones abiertos.
Así, La Cena de Emaús se erige como un puente entre lo humano y lo divino, entre la crudeza de Caravaggio y la elevación de San Juan de la Cruz. Mientras el poeta nos guía por la noche hacia la unión con Dios, y Lucas nos narra el asombro de los discípulos al reconocer al Resucitado, Caravaggio nos sienta a la mesa, haciéndonos testigos de ese instante en que lo eterno toca lo efímero.
Su lienzo, con su luz dramática y sus figuras vivas, no solo ilustra una historia, sino que la hace nuestra, contra las injusticias y la impunidad. Nos desafía a mirar más allá del desaliento y encontrar en los gestos simples —un pan partido, una mirada sorprendida— la presencia de lo sagrado: “A oscuras y segura, / por la secreta escala, disfrazada, / ¡oh dichosa ventura!, / a oscuras y en celada, / estando ya mi casa sosegada.” El poema de San Juan y la pintura de Caravaggio, inspiradores, nos invitan con la luz de Emaús a buscar esperanza.