Jorge Zepeda Patterson Para los que piensan que la cancelación de la construcción del nuevo aeropuerto de la ciudad de México es poco menos que el fin del mundo y representa el anticipo de catástrofes e infamias que hundirán al país en la barbarie, les tengo algo en que pensar. La noticia apenas mereció el fondo de una página de interiores en la prensa nacional, pero a mí me pareció una señal de que el infierno está en otro lado. Los ladrones han birlado 39 kilómetros de cable que alimenta el alumbrado público en el Periférico y otras vialidades de Guadalajara en lo que va del año. Una parte fue retirado directamente de los postes y otra de los brazos de alimentación de las luminarias; también se han robado 36 transformadores. Los delincuentes han desmontado las placas de acero que dividen los carriles aun cuando tales tareas habrían requerido herramientas y vehículos pesados. Ni las cámaras ni los rondines policiacos han servido para impedirlo. Unos días antes, un funcionario de la alcaldía declaró que se invertían 2 millones de pesos a la semana en promedio para repone el robo de cables en las escuelas de la Zona Metropolitana de Guadalajara. Y desde luego no se trata de un fenómeno tapatío. El saqueo indiscriminado asume modalidades igualmente preocupantes en otras latitudes: perforación masiva de ductos de Pemex por los guachicoleros, descarrilamiento de trenes de carga por parte de comunidades, retenes de extorsión en caminos secundarios en la red de comunicaciones. En ocasiones el fenómeno tiene ribetes ridículos pero no menos preocupantes: esta semana un individuo fue detenido cuando arrastraba en un diablito una de las estatuas del Paseo de la Reforma, en Ciudad de México, que recién había desmontado. ¡A las 9 de la mañana! Si sumamos todos estos hechos terminamos por entender que está pasando algo más grave que un simple repunte de la inseguridad. El fenómeno me hace recordar un escenario más propio de una película de ciencia ficción distópica, en la que una devastación natural, un virus o una invasión alienígena provocan la desaparición del entramado institucional, del orden, del Estado. Parecería suicida que una sociedad con tantas carencias, con tanto por construir, pierda incluso lo poco que se ha avanzado por obra de miembros de la población a la que se intenta beneficiar. Los que descarrilan un tren provocan daños multimillonarios con tal de hacerse de unos sacos de arroz o frijol. El cable eléctrico vendido por kilo representa una fracción de los que cuesta comprar e instalar uno nuevo. El daño que causa un retén no es solo ni principalmente el valor de lo que desvalijan a un viajero, sino la cancelación de esa ruta para muchos otros, a pesar de lo que costó construirla. El fondo de todo es la corrupción y su verdadera madre, la impunidad. Eso es lo que tienen en común los escenarios del fin del mundo llevados a la pantalla: la ausencia de autoridad, la necesidad de resolver el día a día de manera individual sin que importen las consecuencias para los otros. ¿Cómo llegamos acá? Esencialmente por la corrupción desenfrenada de los responsables de la vida pública. Por un lado, ellos abrieron las puertas al saqueo implacable del patrimonio sin ninguna consideración al daño que dejaban atrás. No es que la corrupción sea nueva, es que adquirió niveles de irresponsabilidad nunca antes vistos. El resto de la sociedad no ha hecho sino imitarlos. Por otro lado, entretenida por su rapacidad y su frivolidad la clase política no hizo nada para impedir que el sistema de justicia y las policías se desfondaran ante el crimen organizado y las muchas variantes que este asumió, gracias a la impunidad creciente. En el año 2000 sucumbió el sistema político con el que habíamos operado en el siglo 20, la llamada dictablanda del PRI-gobierno. Lejos de sustituirlo por algo mejor, la vida pública y las instituciones están siendo desbordadas por tensiones que no han podido procesar. Los demonios sueltos ya son demasiado poderosos para ser regresados a sus cofres, a menos que hagamos algo radical. Lo que está en juego va mucho más allá de un aeropuerto para presumir al mundo. El llamado de López Obrador a la austeridad puede parecer rústico y elemental, pero al menos intenta regresar al punto a partir del cual las cosas se descompusieron. Comencemos con los de arriba y veamos a donde nos lleva. Habría que estar conscientes de que si esto falla la única alternativa a los descarriladores de trenes y desvalijadores del alumbrado es una dictadura. Y allí perdemos todos. @jorgezepedap