Jorge Zepeda Patterson A Javier Dueñas, in memoriam La caravana de los hondureños que ha llegado a nuestra frontera sur saca lo peor y lo mejor de los mexicanos. Muchos se conmueven ante lo que consideran un reflejo de lo que nuestros paisanos han padecido a manos de los vecinos del norte, otros piensan que debemos rechazarlos y cerrar la compuertas de una invasión de hordas de desamparados más pobres y desesperados que nosotros. Parecería que México tiene poca vela en este entierro salvo por ser un territorio de paso para los centroamericanos que intentan alcanzar el llamado sueño americano. Pero no es así. La caravana como tal fue pensada como un recurso de protección en su viaje por nuestro país, debido a la violencia y extorsión sistemática que padecen los migrantes. Sabemos del recuento de las violaciones a mujeres, el robo de todas las pertenencias y los escasos dólares, la abducción de los varones para ser empleados como carne de cañón en la guerra de los cárteles. Todavía sacude por su salvajismo y su perversidad absurda y gratuita el recuerdo de las fosas multitudinarias con los restos de salvadoreños y hondureños caídos a manos del narco en Tamaulipas. En fin, los relatos espeluznantes de la llamada Bestia, el tren que parte del Sur y al que deben treparse a pesar de que en muchas ocasiones termine siendo un pasaporte al infierno. Pero nada de eso los disuade de la misma manera en que durante décadas un desierto mortal no ha logrado amedrentar a millones de mexicanos que dejan familia y hogar por las mismas razones por las que lo hacen hoy los hondureños que se agolpan a las puertas de la frontera con Guatemala. El hambre y la desesperanza son aún mayores. La caravana simplemente es el recurso que en su desesperación idearon para dejar de ser víctimas de la violencia y la corrupción mexicana. El tema es ¿qué vamos a hacer con ello? Donald Trump ha querido decidir por nosotros y a nadie sorprende su argumento: México y Guatemala deben pararlos o habrá represalias económicas. La tesis es el mismo que con las drogas. Migración o tráfico de estupefacientes son fenómenos globales que tienen que ver con una necesidad y un mercado; con una punta que requiere de la otra punta. Pero Estados Unidos prefiere que la guerra en contra de ambos fenómenos se de en nuestro territorio, no en el de ellos. Se argumenta que los países ricos están en todo su derecho de impedir el arribo de los desamparados. En términos jurídicos puede ser cierto. Pero en términos éticos o históricos es un error y, por lo demás, es absurdo porque los flujos son inevitables. Vivimos ya en un mundo líquido. Todo está ligado: en términos geográficos, pero también en términos históricos. El pasado tiene sus consecuencias. Los flujos que hoy padecen Francia, Italia, Bélgica, Inglaterra o Estados Unidos son en buena medida el resultado del sistema desigual y castrante que impusieron en su periferia. La riqueza de unos en buena medida se explica por la pobreza sembrada en los otros. Los argelinos de primera y segunda generación que atosigan a los parisinos (salvo cuando juegan en el equipo nacional de futbol), los pakistaníes que pululan en las calles de Londres, los centroamericanos que hoy se agolpan en la frontera son los residuos históricos, económicos y culturales de un pasado diseñado en gran parte en las propias metrópolis. Mismas que hoy pretenden lavarse las manos hipócritamente. Desde luego que no hay soluciones fáciles. Coincido con el planteamiento de Andrés Manuel López Obrador; la única estrategia que hace sentido es la búsqueda del desarrollo y la construcción de sociedades más justas, para evitar que la desesperación siga expulsando a las personas. Y en esa tarea las potencias tendrían que involucrarse en un esfuerzo unido. De otra manera lo único que haremos es un triste remedo de la sinrazón yanqui, construyendo nuestro propio muro a lo largo de Guatemala y Belice. Se trata de un camino de largo plazo, pero por lo mismo tendría que comenzar lo más pronto posible. Al corto plazo solo queda tramitar el paso de los peregrinos haciendo que las razones jurídicas y humanitarias vayan de la mano. Insisto, no será sencillo, pero es el costo de la decencia; el costo de no querer ser como Trump. @jorgezepedap www.jorgezepeda.net