Jorge Zepeda Patterson Cada tres sexenios las elecciones presidenciales coinciden con el Mundial de Futbol. Una coincidencia que los políticos no van a desperdiciar. Sobre todo porque la última vez fue en 2006, y en ambos perdió el favorito: en futbol Alemania fracasó no obstante ser el país anfitrión (ganó Italia en la polémica final en la que expulsaron a Zidane); y en México perdió Andrés Manuel López Obrador, a pesar de ser favorito en las encuestas (ganó Felipe Calderón, en un resultado aún más polémico que el de la Copa del Mundo). Quizá se deba al recuerdo de la derrota de López Obrador en medio del ambiente futbolero en aquél 2006, que José Antonio Meade, a falta de otra ayuda celestial, decidió en el último debate encomendarse a la selección nacional de futbol. En lugar de responder a la pregunta sobre los planes que tenía para mejorar la situación de las mujeres, pensó que era más importante desearle buena suerte a nuestros esforzados muchachos en Rusia. Luego lo ha repetido en diversos mítines y reuniones. Cabría preguntarse a quién beneficia un buen o un mal desempeño del equipo nacional en la Copa del Mundo. O quizá antes de eso, preguntarse si en realidad tiene algún efecto político. Una multitud de textos dan cuenta del correlato que existe entre deporte y política, particularmente tratándose del espectáculo más popular del mundo y de un torneo en el que los competidores son representativos de cada país. Resulta inevitable que las victorias y las derrotas sean celebradas o padecidas en medio de elevadas dosis de nacionalismo. Para bien o para mal, el futbol se ha convertido en poderoso vehículo de identidad para los que comparten un territorio. Un chiapaneco evangélico y un regiomontano que hace shopping en San Antonio se identifican más entre sí por el entusiasmo con el que observan los partidos de la selección estos días (probablemente enfundados ambos en la camiseta verde) que en su fervor por la virgen de Guadalupe, otrora símbolo de los mexicanos. Por eso es que los presidentes despiden oficialmente a los seleccionados, como si en la ceremonia invistieran a los jugadores con la responsabilidad de representar los valores nacionales ante el resto del planeta. Se ha hecho una costumbre que a la final de la Copa acudan los primeros mandatarios, sabedores de que una foto con el campeón quedará indeleblemente inscrito en la psique de los votantes por el resto de sus días. Y allí está Ángela Merkel para demostrarlo. Querámoslo o no, los resultados de los equipos favorecen o perjudican la imagen del gobierno en funciones en cada país. Para desgracia de José Antonio Meade, los jugadores mexicanos no son teutones. Resulta muy poco probable que veamos a Peña Nieto sentado al lado de Putin en la final que se disputará el 17 de julio en Moscú. Por el contrario, con frecuencia preocupante cada cuatro años el desempeño del Tri queda por debajo de las expectativas del respetable público. En caso de una derrota estrepitosa el malhumor de muchos alcanzará a extenderse a la cosa pública y, por ende, a los que la presiden. Al enfundarse en la camiseta verde Meade asume un riesgo. Pero, como bien se sabe, el desesperado va a todas. En sus propias redes sociales él y su mujer han difundido las fotos de la familia disfrazados de seleccionados mirando la pantalla con fervor patriótico. El día de los comicios, 1 de julio, apenas habrá terminado la fase de grupos en Rusia. Demasiado pronto para saber si nos va a ir bien en los octavos de final y demasiado tarde si nos fue de la patada ante Corea y Suecia. Para entonces el equipo tricolor ya podría estar en camino de regreso a casa, eliminado con mayor o menor deshonra. Hace justo dos años el PRI se encomendó a Enrique Ochoa para presidir el partido y llevar a su candidato a la victoria; hoy, cuando todo parece perdido en la arena política, le enciende velas a Ochoa, pero a Guillermo, para conseguir lo que parece imposible. @jorgezepedap www.jorgezepeda.net