Jorge Zepeda Patterson Sabíamos que José Antonio Meade, el candidato oficial, no lo tendría fácil considerando los altísimos niveles de reprobación del gobierno priista de Enrique Peña Nieto. Lo que no esperábamos es que se colocara tan pronto en un tercer lugar, por debajo del puntero Andrés Manuel López Obrador y del abanderado del Frente PAN-PRD, Ricardo Anaya. Sobre todo porque no hay duda de que hay una maquinaria mediática y una campaña de Estado volcada a favor del ex secretario de Hacienda. En otro espacio analicé las razones por cuales Meade, no obstante proyectar una imagen de buena persona, carecía de una personalidad carismática capaz de contrarrestar los negativos que arrastra el partido que representa. La única manera en que podría construir una narrativa atractiva pasaría por cuestionar de manera explícita o implícita al presidente. Pero eso es poco menos que imposible toda vez que Peña Nieto es el titiritero detrás de este candidato. De hecho, uno de los factores que se mencionan para explicar la pobreza y los desaciertos de la campaña del candidato oficial, es la multiplicidad de generales enviados por Los Pinos, el PRI, Gobernación, Videgaray o los viejos mandarines del tricolor. Una arrebatinga en toda la línea en torno al candidato y su mensaje. Y justamente, como resulta imposible proponer un mensaje de cambio (porque machucaría al presidente), sus estrategas han intentado construirle a Meade una imagen de ciudadano. Uno spot tras otro insiste en presentárnoslo como una persona común y corriente. Una prestidigitación mayor si consideramos que ha sido ministro de cinco secretarías a lo largo de los últimos diez años. Por lo demás, el calendario político actuó en su contra. Si la campaña de Meade hubiera arrancado con una intensa gira de negociaciones con la sociedad civil, los empresarios, los universitarios, los grupos profesionales y las ONGs, quizá el funcionario habría tenido alguna oportunidad de “venderse” como un político diferente o un “no político”. El problema es que tras su destape, dedicó las primeras semanas a visitar los siete templos del corporativismo priista y a besar los anillos de los líderes del sindicalismo charro. Meade hizo públicas sus genuflexiones ante el PRI para convencer a los militantes que aceptaran convertirlo en su abanderado. Pero al hacerlo su candidatura “ciudadana” nació muerta. Unas horas después de abrazar a Romero Deschamps, el sempiterno líder del sindicato petrolero y epítome de la corrupción, Meade cuestionó las finanzas de López Obrador y prometió un programa de transparencia y honestidad. Simple y sencillamente pareció un mal chiste. Días más tarde entre risotadas y palomeos en la espalda presidió un acto priista en compañía de Manlio Fabio Beltrones, justo cuando un funcionario brazo derecho del sonorense era señalado por desviar ilegalmente fondos a las campañas del partido oficial. Si escogieron a Meade como candidato porque era el único de los suspirantes que no parecía priista (de hecho, ni siquiera estaba registrado como militante), los estrategas se dieron un balazo en el pie al obligarle a darse un baño de partido. Si querían asegurar el apoyo de los priistas tendrían que haberlo conseguido en negociaciones de gabinete, no en actos de masa de acarreados que lo asocian a cincuenta años de manipulación oficial. Presentarlo como una especie de candidato ciudadano después de esa cargada, parece una tomadura de pelo. No es de extrañar que su campaña haya nacido muerta. ¿Cómo remontar del tercero al segundo lugar sin una propuesta de cambio atractiva (que sería prohibida por Los Pinos)? ¿Cómo sostener que es un candidato de los ciudadanos después de recorrer el país con declaraciones públicas de amor a las cúpulas priistas? ¿Y ahora qué va a hacer Peña Nieto? ¿Pactar con Anaya? ¿Pactar con López Obrador? O de plano: ¿”ganar haiga sido como haiga sido”? @jorgezepedap www.jorgezepedap.net