Jorge Zepeda Patterson Tratándose de Donald Trump resulta imposible garantizarlo, pero se afirma que el presidente de Estados Unidos está considerando asistir a la toma de posesión de Andrés Manuel López Obrador a la cual, por protocolo, se está invitando a mandatarios de buena parte del orbe. En principio uno pensaría que la presencia del extrovertido personaje sería un inconveniente para el equipo de López Obrador, por decir lo menos. Un invitado incómodo entre otras cosas por la su costumbre de convertirse en el protagonista central de todo escenario. No hay manera de competir con alguien que concentra a la vez tanto poder y tal absoluta incapacidad para experimentar rubor o para percibir lo que es el ridículo. Pero si Marcelo Ebrard, próximo canciller, consigue que asistan dos o tres mandatarios más de otras potencias (se habla del interés de Putin y de Macrón), podría convertir a la coronación de López Obrador en un suceso político internacional y desde luego en un hito histórico. Muy conveniente para arrancar con el pie derecho la llamada Cuarta Transformación. Para ponerlo en perspectiva: en la toma de posesión de Enrique Peña Nieto, hace seis años, Estados Unidos estuvo representado por su embajador y una subsecretaria de Estado. Solo asistieron mandatarios de Centroamérica, de Colombia y de Perú. Ninguno de Europa o el resto de América incluyendo Canadá. O para decirlo en otros términos, Peña Nieto fue incapaz de convocar a algún dirigente de un país equivalente o superior a México en términos de importancia económica, demográfica o geopolítica. Si el nuevo gobierno consigue tener invitados del primer mundo, algo inédito, alimentará enormemente la percepción de que incluso en el exterior se asume que algo diferente e histórico está sucediendo con el cambio de régimen. Y desde luego, Trump es clave. Si él viene, otros habrán de sumarse. Contra toda probabilidad, dados sus orígenes tan disímbolos y su ideología contrastante, Donald Trump y Andrés Manuel López Obrador han intercambiado lisonjas desde que el mexicano ganó las elecciones el 1 de julio pasado. Nunca se han visto personalmente, pero han sostenidos un par de llamadas telefónicas tras de las cuales se han piropeado uno al otro. López Obrador de manera cauta, Trump con su acostumbrado desparpajo: “Me gusta México, me gusta su nuevo líder. Creo que será excelente. Un poco diferente a nosotros. Creo que me llevaré mejor con él que con el capitalista”. Las razones de Trump para cortejar a López Obrador solo pueden especularse. Pero incluso la denostación de Peña Nieto como “el capitalista”, viniendo de un empresario paladín y símbolo de los peores excesos del capitalismo, solo puede atribuirse al hecho de querer quedar bien con su nuevo colega. Utilizó el epíteto que a su entender podría agradar o incluso podría haber sido pronunciado por el propio López Obrador para describir al priista. Como suele suceder con las fobias y filias de Trump, muy probablemente su encaprichamiento con AMLO nace de la ignorancia. No lo conoce, pero ha interpretado su trayectoria como el de una figura legendaria en lucha en contra de la mafia política de la capital y la corrupción priista (recordemos que Trump salió raspado de un negocio inmobiliario en Baja California por razones que él atribuyó a la corrupción del gobierno). El empresario cree que se asemejan porque ambos suelen pensar por fuera de las convenciones políticas habituales, desconfían de los técnicos y no tienen reparo en decir lo que piensan. Ambos son protagonistas de fenómenos políticos basados en su voluntad personal y no en las burocracias de los partidos, algo que Trump respeta de su contraparte. Desde luego en lo que importa los dos personajes no podían ser más diferentes, tanto en lo personal como en términos ideológicos. El gusto por el oropel, el consumo suntuoso y la frivolidad del estadounidense habita en las antípodas del universo sobrio, austero y casi puritano del tabasqueño. Las visiones de ambos sobre la pobreza, la desigualdad o la injusticia son absolutamente agua y aceite, mutuamente refractarias. López Obrador y Trump compartirán al menos dos años en el poder, y si el neoyorquino consigue reelegirse en 2020, serán compañeros todo el sexenio. No es probable que su incipiente idilio vaya más allá del efímero escarceo que estamos viendo. El hilo amoroso podría romperse por un motón de sitios, empezando por el tema del Muro. Pero por lo pronto la actitud empática de Trump puede convertirse en uno más de los astros alineados a favor de López Obrador e imprimir al arranque de su gobierno una estelaridad inusitada. De lo que sí podemos estar seguros es que el affairTrump-AMLO va a ser algo más que anecdótico. Muy probablemente borrascoso. @jorgezepedap www.jorgezepeda.net