Leopoldo González Emil M. Cioran no es un filósofo fácil ni cómodo para muchos, pero acaso representa lo mejor y lo peor que hay en cada uno de nosotros: una luz errante que viaja a la oscuridad y luego de regreso a sí misma. Nacido en Rasinari, Rumania, en 1911, murió en París en junio de 1995. Conocí la buhardilla parisina en que vivió en 2015, y creo que la mejor definición de su vida la acuñó él mismo cuando publicó “Del inconveniente de haber nacido”. Casi todos los libros de Cioran, desde su título, están definidos por la antinomia, la paradoja y el contrasentido: es decir que tienen el difícil encanto de la oscura luz, la dulce amargura o las agruras de una incandescencia que puede tomar el cielo por asalto. Ejemplos de ello son “La tentación de existir”, “En las cimas de la desesperación” y “Ese maldito yo”. Filósofo de un pesimismo sombrío o de un escepticismo radical, se le ha llamado; también, filósofo obscuro o de un hiperrealismo existencial poco frecuente en la filosofía moderna. Yo diría que, si acaso cabe en una clasificación, Cioran es un filósofo atípico e iconoclasta, pero en esencia irreductible a cualquier estilo o corriente filosófica. Ocurre con Cioran algo curioso: no le sienta ninguna “etiqueta”, no es un filósofo de marca y la misma rebeldía con que atravesó la vida (pues vivió bajo protesta entre nosotros) es la misma que lo hizo rebelde frente a toda tentativa por definirlo y definir su obra. Fuera de la hiel amarga de su escritura y de su “desencanto del mundo”, es un poeta del pensamiento y un exégeta de lo irremediable e irrevocablemente humano que hay en cada uno de nosotros. Tanto que, incluso a veces, puede llegar a ser divertido, como en esta confesión: “Todo el mundo me exaspera. Pero me gusta reír. Y no puedo reír solo”. Es claro que Cioran, como filósofo, no tuvo voluntad de sistema: no quiso crear una filosofía cuyas partes estuviesen vinculadas por una coherencia interna; no quiso ni deseó que el laboratorio de sus ideas y “pensimientos” tuviese la camisa de fuerza de un nombre; en suma, no quiso acuñar un cioranismo para tomar por asalto el Olimpo de los grandes sistemas filosóficos. Quiso ser y fue modestamente él mismo: una “tormenta de lucidez” atormentada que tocó los peldaños de la grandeza sin buscarla. Esa grandeza, en su caso, no fue fama, sino otra cosa: prestigio y ascendencia intelectual, influencia sobre los prójimos de su tiempo, diálogo con el ser y el anverso del ser. En ese manojo de preguntas y perplejidades que es “Ese maldito yo”, en el que no hay respuesta cierta para casi nada, Cioran cumple el papel de filósofo interpelando la duda socrática que hay detrás de cada pensamiento: “Yo soy diferente de todas mis sensaciones. No logro comprender cómo. No logro siquiera comprender “quién” las experimenta. Y, por cierto, ¿quién es ese “yo” del comienzo de mi proposición? En el mismo volumen, juega con la seriedad de la vida y de la muerte, reduciendo un hecho trágico a algo irrisorio y en apariencia carente de importancia, pero con la típica ironía cioraniana: “Me sorprende que un hombre tan extraordinario haya podido morir”, escribí a la viuda de un filósofo. Sólo me di cuenta de la estupidez de mi carta tras haberla enviado. Mandarle otra hubiera sido arriesgarme a una segunda sandez. Tratándose de pésames, todo lo que no es chiché raya en la inconveniencia o en la aberración”. Pese a que fue sombra del espanto su pasado, hiel de soledad y lucidez su vida, sombra errante su visión del mundo y enconada herida buena parte de su escritura, Emil M. Cioran despliega aforismos de sabiduría negra o ácida, con un humor del que ciertamente carece buena parte de la filosofía. Aquí, un ejemplo: “Quienes prescinden totalmente del Pecado original apenas me interesan. Por lo que a mi respecta, recurro a él en toda circunstancia y no veo cómo podría evitar sin él una consternación ininterrumpida”. Cioran escribe, casi siempre, para conmover lo establecido y sorprender los convencionalismos de cada época, como en estas dos frases: “No puedo hablar más que de lo que experimento; ahora bien, en este momento no experimento nada”. Y esta otra: “El mejor medio de desembarazarse de un enemigo es hablar bien de él por todas partes”. La filosofía aborda la estructura del yo desde distintas perspectivas; una de ellas es la que sitúa al yo como “la bestia interior” que todos llevamos dentro. Sobre esa bestia interior, Cioran escribe: “Siendo el hombre un animal enfermizo, cualquiera de sus palabras o de sus gestos equivale a un “síntoma”. Y, por último, esta sentencia que no debería faltar en ningún individuo y en ningún hogar bueno: “Soy un cobarde, no puedo soportar el sufrimiento de ser feliz”. Pisapapeles Nos falta un mundo que, a la manera del Arca de Noé, tenga una confederación de Cioranes dentro. leglezquin@yahoo.com