Leopoldo González Jaime Sabines (Tuxtla Gutiérrez 1926-Distrito Federal 1999) es uno de los poetas más mundanos, más alivianados y disfrutables de la poesía que se escribió en nuestro país en el siglo XX. Es un poeta solar con la sabiduría que brinda un largo andar. Vendedor y cortador de telas en Tuxtla Gutiérrez, en la tienda familiar en la que alternaban su presencia los dulces pasos de la Tía Chofi y la recia personalidad del Mayor Sabines, el poeta decidió no ser comerciante y dedicarse a los trabajos de la palabra, zurciendo e hilvanando versos que a la vuelta del tiempo darían forma a una obra respetable. Sabines es, quizá, el más profano y terrenal de nuestros poetas, en el sentido de que no buscó coquetear con la santidad ni quiso nunca exorcizar al mundo, pues lo suyo fue siempre habitar sus entrañas y enlodarse en él, porque en ese sello distintivo habrían de radicar la impronta y la temperatura de su poesía. Si la gran capital de nuestros gozos y pecados, la metrópoli de los 60 y los 70, adquirió una voz narrativa inconfundible y de gran proyección en Carlos Fuentes, Parménides García Saldaña y José Agustín, esa voz tiene su referente poético más original en el canto nocturno de la sangre de Jaime Sabines. Si el tigre Eduardo Lizalde se reserva el dominio de los giros inusitados y novedosos en nuestra poesía, y Paz representa el rigor y la perfección formal en una obra, Sabines reivindica el pulso fugitivo y el impulso anónimo de la calle, el afán de dar la palabra al hombre sin rostro de la gran ciudad y la tentativa de crear una estética del desencanto urbano para lectores del metro, el microbús, el trolebús y la peluquería. Por ello, a propósito del dramatismo urbano que roza la poesía de Sabines, escribió Salvador Elizondo: “En la poesía de Jaime Sabines, los ojos siempre tienen el prestigio de la humedad”. Es natural que la poesía de Sabines sea más mexicanamente nuestra que de otros pueblos del mundo, porque sus temas y preocupaciones son tan citadinos como todo aquello que nace en torno al anillo periférico y, además, tiene en su lenguaje el sabor y la picardía de lo netamente mexicano. De aquí que su obra no haya sido traducida a una gran cantidad de lenguas: el mundo mental y escritural de Sabines era el nuestro, no el mundo mundial. Poeta sintiente, poeta de sensaciones al mismo tiempo finas y agudas, Sabines es el cantor del amor y la muerte, de la noche cerrada y el espanto, de la tribulación y el llanto del hombre. Por eso en México lo sentimos como el poeta de nuestra intimidad, como el vecino más cercano a nosotros, con los privilegios del amigo y el confidente. La sinestesia es la capacidad de oír y sentir al mundo, y en Sabines -me parece- tiene el valor de un sexto sentido. Es a esa capacidad y a ese olfato poético, a los que quizá debemos dos de los mejores versos de Sabines, tomados de “La señal” (1951): “He mirado a estas horas muchas cosas sobre la tierra / y sólo me ha dolido el corazón del hombre”. No obstante, algo de lo mejor en la obra de Sabines está en el Dios de Sabines, es decir, en “esa terrible dulzura que es Dios insoportable”. Porque hay que saber una cosa: si el Dios de Spinoza es y está en todas partes, el Dios de Sabines es una mezcla de terrible atracción y repulsa irresistible en el corazón del poeta. En “Leer poesía”, Gabriel Zaid sostiene que “lo mejor de Sabines tiene siempre algo de lucha bárbara con Dios”. Sin embargo, independientemente de la visión religiosa que se tenga y de filias y fobias hacia la teología, uno de los mejores poemas en prosa de Jaime Sabines es “Me encanta Dios”. Oigámoslo: “Me encanta Dios. Es un viejo magnífico que no se toma en serio. A él le gusta jugar y juega, y a veces se le pasa la mano y nos rompe una pierna o nos aplasta definitivamente. Pero esto sucede porque es un poco cegatón y bastante torpe de las manos. “Nos ha enviado a algunos tipos excepcionales como Buda, o Cristo, o Mahoma, o mi tía Chofi, para que nos digan que nos portemos bien. Pero esto a él no le preocupa mucho: nos conoce. Sabe que el pez grande se traga al chico, que la lagartija grande se traga a la pequeña, que el hombre se traga al hombre (…). “A mí me encanta Dios. Ha puesto orden en las galaxias y distribuye bien el tránsito en el camino de las hormigas. Y es tan juguetón y travieso que el otro día descubrí que ha hecho -frente al ataque de los antibióticos- ¡bacterias mutantes! (…) “A mí me gusta, a mí me encanta Dios. Que Dios bendiga a Dios”. En suma, es el de Jaime Sabines el caso de un poeta excepcional, en términos de lo que puede olerse, palparse, sentirse y comunicarse en el alto valle de la meseta mexicana. Pisapapeles Me escribió, hace días, un extraordinario amigo, que además es el crítico más agudo de mis artículos periodísticos: “El país cayéndose a pedazos, y tú escribiendo de arte y literatura”. He aquí mi respuesta: tiene razón. leglezquin@yahoo.com