Leopoldo González Lo que condujo a la consulta del domingo anterior, sobre un posible juicio a exfuncionarios del pasado, fueron loqueras y cosas que en una democracia de adultos no ocurrirían. En primer lugar, la pregunta de inicio que escribió o dictó Andrés López, no tanto para darle el poder de la consulta al pueblo, sino para usarlo y enmascarar con él su rencor y afanes vengativos, no era procedente en términos procesales y jurídicos, sencillamente porque violaba la presunción de inocencia y el debido proceso que asisten a cualquier mexicano. Es decir, motivos para hacer una compulsa y juzgar al pasado hay muchos, pero ni el señor del Zócalo ni sus asesores tuvieron la capacidad de formular y procesar la cuestión en los términos y por los caminos adecuados. Esto vició de origen un ejercicio digno de mejores cauces y causas. Después, la pregunta traída de los cabellos terminó más desgreñada aún, y más viciada de origen, cuando el Pleno de Ministros de la Suprema Corte no se atrevió a decir “no” a la inconstitucionalidad surgida en los patios del Palacio Presidencial. Esto le enredó el discurso y la vida a muchos que aún creen que no es el Sagrado Corazón, sino la hoguera la que limpia los pecados del mundo. De error en error, porque nadie se atrevió a poner freno al desconocimiento y a la indignidad institucionalizada, así llegamos a la jaula de horrores que es el México surrealista de hoy. Un error más fue creer que gastando 528 millones en la organización de la consulta, la gente saldría jubilosa a las calles y mesas receptoras de votación, literalmente en masa, a linchar a los que desgraciaron a México ayer y lo quieren desgraciar todavía hoy, muchos de los cuales son acólitos arrepentidos, y otros conversos, bajo el cielo iluminado de la 4t. Los errores electorales en la historia son más caros de lo que cuesta rehabilitar a un país después de una pandemia. México, por fortuna, poco a poco comienza a comprobarlo. La filosofía y los mecanismos de la democracia directa no se aclimatan por decreto, porque los deseos del caudillo sean infalibles o por una decisión de escritorio, sino en pueblos cuyo currículo es alto, su coeficiente de preparación e inteligencia es elevado y su tasa de lectura per cápita se sitúa encima del promedio. Pedir que un “grillo” o un burócrata entiendan esto, es esperar demasiado. En otros pueblos de América Latina y el mundo se han hecho consultas, plebiscitos y referéndums, con preguntas sustantivas y dentro del régimen constitucional, y sus resultados han contribuido a resolver temas de fondo, a cancelar de tajo dictaduras, a poner tren de aterrizaje a una transición o a darle salida y encuadre a dilemas realmente trascendentes en la vida de esos pueblos. El plausible fin de la noche de los generales en Chile, en 1988-90, fue un plebiscito vital para esa nación. Poco más de 20 consultas y plebiscitos se han hecho en el último medio siglo en el mundo, con preguntas serias o de Estado, sin atropellar el régimen constitucional y buscando salidas o soluciones racionales a crisis profundas o de época en la historia de esos pueblos. No es este el caso ni el contexto de la consulta del domingo anterior. La primera pregunta, sobre los expresidentes, era un homenaje a una patología de lo político, y la segunda, sobre exfuncionarios del pasado, un homenaje a lo que de divertido teatro del absurdo tienen los cantinflismos del México de hoy. Más aún, antes de ordenar y hacer la consulta, alguien y algunos más debieron consultar primero lo que mandata el artículo 222 del Código Federal de Procedimientos Penales, sobre el deber jurídico de denunciar un delito, y de ahí pasar al artículo 400, fracción III, del mismo código, que prevé los delitos de encubrimiento en esta y otras materias. Además de que consultar la aplicación de la ley es propio de sociedades zombis y de épocas de sonambulismo ideológico, muchos de los delitos contra la función pública que estarían latentes en la consulta ya habrían prescrito, o alterada la génesis documental del ilícito o distorsionada la cadena de custodia, lo cual haría del ácido gástrico y la parafernalia de la consulta un mero montaje, nada más. En estas condiciones, ni cómo ayudar. Sin costosos circos de telenovela estilo Epigmenio Ibarra, sin caballería rusticana hecha bolas y sin rollos ampulosos al estilo Alfredo Jalife-Rahme, se habría podido interponer una querella -sin ninguna traba- contra cada uno de los expresidentes de la República vivos, para procurar que el Estado de Derecho y la justicia los alcancen, sin tener que pagar millones y millones de pesos en una causa de antemano perdida. Pero una cosa es cierta: en la historia, cada quien escoge en qué momento hacerle al Tío Lolo. Desgastar, chamuscar, malbaratar y frivolizar instrumentos de decisión horizontal como los de la democracia participativa, es algo que no ayuda a los ácidos soñadores de estos tiempos ni a los sacrosantos impulsores de la democracia directa. Hacérselos entender es el reto del analista y el intelectual crítico. Pisapapeles La disonancia cognitiva dice -desde lo político- que la consulta fue “un éxito increíble y fenomenal”; la disonancia crítica afirma, con sobrada evidencia, que fue un rotundo fracaso. leglezquin@yahoo.com