Necedad y más contra el INE

En México ha llegado la hora de las definiciones, y cada quien debe saber de qué lado del cuadrante quiere ser juzgado.

Leopoldo González

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El presidente López Obrador sigue en su terca idea de quitarle el INE a los ciudadanos, a las instituciones y al Estado mexicano, para ser él y su aparato quienes controlen las elecciones en México.

La disyuntiva es clara: colocarse del lado de la necedad-venganza presidencial de hoy, o colocarse del lado de la racionalidad, que es el lado correcto de la historia.

En México ha llegado la hora de las definiciones, y cada quien debe saber de qué lado del cuadrante quiere ser juzgado.

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Pese a que mil argumentos, en la academia y la plaza pública, han demostrado que ni el “Plan A” ni el “B” de Palacio son de un demócrata ni se proponen mejorar nuestra democracia, llama la atención tanta y tamaña ignorancia a la cabeza de asuntos tan delicados, además del contagio de necedad y fanatismo que hoy enferma al país.

No es sólo ignorancia lo que está en medio: es el fermento de maldad política de quienes saben que no tienen en la bolsa la elección del 24, y quieren ganarla por anticipado, a como dé lugar, en la discusión y la ciega aprobación de una reforma en las cámaras.

De la mano de un “Plan A”, que proponía tocar la constitución para desaparecer al INE y dejar en su lugar un INEC, el presidente quería quitar las elecciones como método para constituir gobierno y hacer que todo fuera decidido en consultas a modo, que controlaría y manipularía ya sabemos quién. No lo logró.

Torciendo sistemas y fórmulas electorales, quería imponer consejeros al INE elegidos por el dedo popular, no para darle sustancia al edificio democrático sino para empoderar su propio personalismo político. No lo logró.

Quería, asimismo, quitar recursos públicos a los partidos políticos, con un pretexto banal de austeridad y litigios mañaneros de corrupción, sabiendo que el dinero discrecional y el mal habido borrarían a la oposición en las urnas y harían ganar a los candidatos del presidente. Esto, en la vía de una reforma constitucional, tampoco lo logró.

El presidente no logró todo lo que se proponía con su “Plan A”, porque, así como El Quijote advierte a Sancho Panza: “Con la iglesia hemos topado, Sancho”, López Obrador metió freno a partir del 13 de noviembre, al toparse con 56 marchas que además de movilizar a más de un millón de ciudadanos en el país, pararon en seco lo que tenía toda la finta de un golpe técnico de Estado en las cámaras para quedarse en el poder.

Hoy el presidente, intoxicado de una no muy sana ni muy democrática obcecación, quiere a como dé lugar una reforma electoral, aunque sea secundaria, para que todos vean cuál ego manda aquí.

Con ese desplante, el de imponer con necedad y a la fuerza una norma electoral que facilite los triunfos del partido del presidente y obstruya los de la oposición, México toca peligrosamente los linderos del peor autoritarismo que se recuerde.

Sé que algunos pensarán que es más suave y recomendable el confort que significa abordar temas light, o pasar por alto el momento de riesgo histórico que vive nuestro país, o incluso simular que las cosas no están tan graves ni se pondrán peor, con tal de que el péndulo de la vida no sufra oscilaciones drásticas ni se vea alterado por cambios bruscos en el diseño del paisaje.

En lo que en estos días se discute en el Congreso, no es cosa menor que a sabiendas de que algo es inconstitucional el presidente lo proponga y además pretenda que se apruebe, como si fuera cosa de minucia y agredir a la Ley Suprema fuese cosa de niños. Lo que hacen y han hecho los legisladores del partido del gobierno, es lo único que saben hacer: plegarse y reír el chiste donde no hay chiste.

La reforma que no pudo ser constitucional en materia electoral y es ahora minuta de reforma a las leyes secundarias, si se aprueba, equivaldrá a consagrar el retorno del pasado y será el peor retroceso democrático que haya vivido nuestro país en el último medio siglo.

El lenguaje político decimonónico que el país ya había superado, en el que figuraban las nociones gemelas de “metapresidencialismo” y “presidencialismo exacerbado”, “monopartidismo” y “partido-aplanadora”, “dictadura perfecta” y “dictadura unipersonal”, “porfiriato” y “prifiriato”, serán usuales en un país que habla de democracia de dientes para afuera pero no es capaz de salir a defenderla con uñas y dientes.

Por esto, ante la gravedad de la situación, no es para menos el documento que han hecho circular diecinueve exconsejeros electorales, en el que llaman a detener el retorno del autoritarismo y a privilegiar el debate de expertos en una materia como la electoral, de la cual depende que sigamos siendo una de las democracias más sólidas de América Latina.

Si México sucumbe hoy, en las cámaras, a la política de espejo retrovisor que se le impone desde el partido guinda, es probable que tengan que pasar décadas antes de que sea posible una vuelta a la democracia en México.

Lo peor o lo mejor para México no depende de lo que hayan dicho y digan, en 56 o en más movilizaciones, las voces de la calle y la plaza: depende, en realidad, de la casta y la dignidad de que puedan dar muestras los legisladores de la República.

Pisapapeles

De los propios mexicanos depende si de aquí en adelante hemos de llevar la “X” o la “M” en la frente.

leglezquin@yahoo.com