Leopoldo González El anuncio de la ministra presidenta de la Suprema Corte, Norma Piña, el viernes pasado, de que se abría una investigación y una auditoría judicial sobre el periodo de su antecesor, Arturo Fernando Saldívar Lelo de Larrea, en la presidencia de la SCJN, fue una sorpresa “harto sorpresiva” que no esperaba Palacio Nacional, Claudia Sheinbaum, Mario Delgado ni el propio ministro en retiro. Arturo Fernando Saldívar Lelo de Larrea, con antecedentes familiares en Morelia y Guadalajara, es en corto una persona respetable y fue, antes de ser ministro presidente de la Corte, un jurista brillante y un funcionario judicial hábil y probo en la procuración y administración de justicia. Estas y otras cosas de su currículo hablan muy bien de él. Pero ya sabemos que el dinero y el poder son una mezcla maldita para algunas personas, pues si no se gobiernan con templanza y sabiduría desvían a los individuos y les hacen torcer sus principios y propósitos más elevados. Aunque uno se sintiera tentado a justificar y defender a Saldívar, no se puede: el Saldívar de ahora despidió hace años al Saldívar honorable de ayer, y lo colocó en la runfla de rufianes e impresentables del gobierno de la 4T, que no son pocos. La Suprema Corte es un poder aparte de los otros poderes, y en muchos sentidos superior a los demás, debido a que su máxima función consiste en que la ley tenga un papel preponderante frente al político y el gobernante. Saldívar no honró esa tesis y principio de doctrina constitucional, como era su deber, porque en muchos casos hizo de la Corte una oficialía de partes del Ejecutivo y de él mismo un empleado del inquilino de Palacio. En la división de poderes que prescribe la democracia, desde John Locke y Alexandr Hamilton hasta Montesquiu, es a la Corte Suprema a la que corresponden las más importantes funciones de contrapeso frente al atropello, el abuso y las indebidas extralimitaciones de los otros poderes, pero con mayor razón frente al Ejecutivo. Saldívar hizo de la Corte el empleado de turno de las persecuciones por consigna indicadas por el Ejecutivo, y en buena medida su ángel guardián. La Corte es el máximo tribunal de control constitucional del país, por lo que es el depositario de la legalidad endógena y exógena del sistema jurídico y político. Si se me permite una metáfora, la Corte es o debe ser el templo de la máxima pureza en materia de justicia. Y al parecer, según se desprende de la denuncia anónima inicial y de las siguientes con nombre y rostro, el impuro Saldívar creó y se benefició de una red de tráfico de influencias que lo mismo pedía a jueces y magistrados sentencias absolutorias o resoluciones condenatorias, según fuese el caso. Fabricar casos judiciales por consigna es aplicar la ley con la fobia y la ojeriza del titular del poder político, lo cual ocurrió -ahora lo sabemos- con las carpetas que llevaron a prisión a Rosario Robles, a Lozoya, a Jesús Murillo Karam, y con la voluminosa carpeta de supuestos y ficciones jurídicas con que se persiguió a Francisco Javier García Cabeza de Vaca, al que “le hicieron lo que el aire a Juárez” (recuérdese que a Juárez el aire no lo despeinó). Por otra parte, cuadrar carpetas y delitos para suavizar los casos penales de cercanos y amigos, o incluso para facilitar la excarcelación de alguien por el simple hecho de ser seguidor o prosélito de la causa guinda, son casos de administración política de la ley o de uso político de la justicia, que en cualquier supuesto vulneraron la autonomía e independencia de la Corte. Y esto, perdonando el recargón, también fue responsabilidad de Saldívar. En unos días se sabrán más casos, en los que presuntamente participaron Carlos Alpízar, exsecretario General de la Presidencia del CJF; Manuel Bonilla, exdirector del Instituto Federal de Especialistas de Concursos Mercantiles; Netzaí Sandoval, exdirector del Instituto Federal de la Defensoría Pública, y los jueces Felipe de Jesús Delgadillo Padierna (sobrino de Dolores Padierna), José Artemio Zúñiga e Iván Zeferín Hernández, quienes presuntamente resolvieron varios casos de acuerdo con la instrucción que recibieron de Arturo Fernando Saldívar Lelo de Larrea. Por consiguiente, los presuntos delitos cometidos contra la función pública y contra la administración de justicia son fraude a la ley, coalición de servidores públicos para beneficiar o perjudicar con dolo a algún indiciado, extorsión, soborno, y el penalmente más grave de delincuencia organizada. El ministro Saldívar, lo sabemos ahora por la investigación de una reportera de Azucena Uresti, participó e interactuó oficiosamente en el entrampamiento del caso de la señora Wallace, en el que aprovechó para agenciarse recursos de procedencia tan sospechosa como ilícita, vía la extorsión o el soborno, presuntamente depositados en la ya famosa cuenta de Banorte del ministro en retiro y en desgracia. En este caso, las defensas políticas que se hacen desde Palacio y desde la candidatura presidencial de Morena, por los graves y complicados ingredientes del caso Saldívar, más parecen el beso del diablo que una palmada en el hombro o una mano amiga. El caso Saldívar es tan complicado que salpica a la judicatura, a Palacio Nacional, a los hijos del presidente con millonarios negocios en las obras emblemáticas, a los amigos de los hijos del presidente y al propio presidente de la República, cuyo expediente no debe ser ni presunta ni realmente honorable. Arturo Saldívar prefirió poner la ciencia jurídica al servicio de una causa política, quizás buscando protección e impunidad: podría ser a la judicatura federal lo que Hugo López Gatell es hoy al sector salud. Pisapapeles Se aproxima un tiempo nublado para Arturo Saldívar y la candidatura presidencial de Morena. Muy, pero muy nublado. leglezquin@yahoo.com