Luis Sigfrido Gómez Campos Ya ni sé cómo empezó todo, cuándo comenzó a desmoronarse la posibilidad de llegar a los pinos sin que nadie le hiciera sombra. No se necesita saber mucho de política para advertir que Anaya representaba la segunda opción, el tercero que entraría a resolver la discordia en el caso de que el candidato oficial no prendiera y se necesitara echar mano de otra carta fuerte para obstaculizar la llegada de ya saben quién. Dicen los más enterados, no me consta, que fue a besarle la mano al diablo, que no obstante que ya había tenido acercamientos con el presidente Peña Nieto a través de Luis Videgaray, cuando ya iba en caballo de hacienda provocando mucho ruido tocando canciones de rock en los barrios bajos de la Ciudad de México para identificarse con las clases marginadas, o desde la sierra jalisciense con su guitarrita cantando con el niño Yuawimo-vi-mien-tona-ran-ja para acercarse a los indígenas, se quiso cobijar bajo la sombra del innombrable. Pero la desgracia se le vino encima cuando se divulgó que parte de su riqueza personal, de la que tanto presume que es producto de su trabajo,la ha acumulado a base de triquiñuelas; que en la compra de un terreno que convirtió en bodega obtuvo una ganancia desproporcionada y que para eso tuvo que hacer maniobras financieras utilizando a terceras personas que dijo no conocer, pero que sí conocía porque le demostraron que hasta había sido padrino de una de ellas. Durante este proceso de dimes y diretes Anaya se envalentonó y se paró con sus huestes en la Procuraduría General de la República acompañado por su padrino Diego a echar madres y exigir bajo sus condiciones que se hiciera justicia, pero no admitió quedarse a comparecer para que le tomaran su versión de los hechos, sabedor de que una declaración formal lo podría colocar en una posición de indiciado y cualquier tropiezo podría resultar contraproducente. Es decir, todo ha sido un asunto mediático porque así les ha convenido a las partes. Todo mundo sabe que judicializar el asunto, en estos momentos del partido, convertiría a Anaya en un mártir de la democracia y en lugar de perjudicarlo, le harían un gran favor catapultándolo hasta lugares insospechados de popularidad. Eso que pasó cuando quisieron desaforar a Andrés Manuel López Obrador por no obedecer unos mandatos del poder Judicial Federal. Jurídicamente quizá había razones suficientes para proceder en su contra, pero políticamente le hicieron un gran favor y le dieron una dimensión nacional a su candidatura. Todo este enjuague ha llevado a Anaya a radicalizar su posición y ha amenazado con meter a la cárcel al mismísimo presidente de la república si se hace preciso, así como a todos aquellos que pudiera encontrarles un céntimo de mal uso de los recursos públicos. Mientras esto dice Anaya, López Obrador ha manifestado que él no va a meter al presidente de la república a la cárcel porque no va a convertir su gobierno en una cacería de brujas; que el propio sistema político mexicano tiene sus propios candados para que esto no pueda ser así, etc.; es decir, se ha deslindado de cualquier actitud de revanchismo frente a los hombres del poder, como una estrategia inteligente en defensa de sus propios intereses políticos. Pero Anaya la tenía blandita. Hubiera traicionado a quien hubiere, él supo construir alianzas inimaginables, revolver el agua con el aceite en un afán pragmático para hacerse del poder. Y había corrido con una suerte inaudita. Los argumentos de su discurso sonaban frescos, creíbles. Tener dinero y proceder de una familia rica no debe hacer indeseable a nadie para poder competir políticamente. Al contrario, el haber tenido la posibilidad de acceso a las mejores universidades, hablar idiomas, “tener verbo”, estar joven y güerito, pero sobre todo poder presumir de la honestidad que decía que le faltaba a los otros y que él conservaba como una de sus grandes cualidades, lo hacía atractivo frente a sus oponentes que se desgastaban en la descalificación mutua. Entonces ¿que fue lo qué pasó? ¿Por qué cayó de la gracia de la gente del poder? ¿Sí le fue a besar la mano al diablo? ¿El diablo quiere meter las manos y decidir sobre los asuntos de la sucesión en las elecciones de este año? La ambición por el poder es así, te hace cometer errores políticos de nivel básico. Si bien es cierto que la teoría y la constitución dicen muy claro que todo poder dimana del pueblo, no podemos dejar de advertir que en la política práctica hoy por hoy en México, el poder constituido tiene un peso específico, e influye como cualquier otro actor. Es muy probable que las personas y el partido político que detenta el poder en nuestro país puedan no conservarlo, no son Dios omnipotente; pero que pueden influir como cualquier otro actor, y muy probablemente con mayor peso,por supuesto que pueden influir. Y no estoy descubriendo el hilo negro, ésta es una verdad que toda persona que se mete a la política lo sabe. ¿Que las cosas deberían ser de otro modo por el bien de nuestra democracia? Estoy de acuerdo. Pero en el actual proceso político para elegir presidente de la república, no obstante que las cosas le estaban saliendo muy bien, el candidato que supo encontrar la fórmula de revolver magistralmenteel agua con el aceitese perdió en el camino. Pobre Anaya. luissigfrido@hotmail.com