Luis Sigfrido Gómez Campos Todos andan locos por el fútbol, durante la gesta mundialista hasta los no futboleros se contagian del interés por este deporte, el que más aficionados tiene y el que más pasión genera en este contradictorio mundo. “El rey de los deportes”, como presuntuosamente le han denominado los gringos al béisbol, apenas lo juegan profesionalmente unos cuantos países y la serie mundial no es una serie mundial, sino un torneo entre los equipos de la liga de los Estados Unidos de Norte América; y el fútbol americano, que se publicita con extraordinaria campaña de recursos y genera miles de millones de dólares de ganancias, sólo los gringos lo entienden y lo juegan (soy consciente de la exageración), ¡ah! y también un reducido número de aficionados que se dejaron convencer por los vecinos del norte, de que ese deporte es la neta del planeta. La multiplicidad de deportes que se juegan en las olimpiadas, con una tradición histórica extraordinaria y que concentra el interés del mundo cada cuatro años, es cosa aparte. Se trata de verdadero deporte, generalmente amateur, que merece el respeto y el genuino interés de millones de seres humanos y deportistas movidos por el honor de acceder al pódium del medallero, más allá del interés puramente económico. El fútbol que conocemos, aunque de tradición muy antigua, fueron los ingleses quienes le dieron las reglas y la dimensión que tiene en la actualidad. Gracias a ellos este deporte se ha popularizado y jugado por el mundo en un torneo organizado por la Federación Mundial del Fútbol FIFA, que también se ha encargado de mercantilizarlo. La FIFA prácticamente vendió los derechos para que este torneo 2022 se jugara en Qatar, un Estado soberano árabe ubicado en el oeste de Asia y que ocupa la pequeña península de Catar en el este de la península arábiga, que lo único que tiene es petróleo, pocos habitantes, mucho dinero y unos edificiotes de lujo que llaman la atención del turismo que busca el lujo y las extravagancias. Qatar es una monarquía absoluta con un alto grado de autoritarismo que no permite ni que se beba cerveza en el estadio, hecho que a muchos no causa mayor preocupación, pero sí a los aficionados futboleros que están acostumbrados a tonificar su espíritu en tanto presencian un encuentro. “Las chelas son parte del espectáculo, sin ‘chelas’ a qué te puede saber un partido de fútbol”, dice un aficionado futobolero a quien tampoco le debería importar porque está acá, en México, en su humilde casa y no en Qatar, ínsula a la que sólo pueden acceder los privilegiados. Se dice que el régimen Qatarí tiene un grado de autoritarismo tan rígido que, si cometes algún tipo de falta no permitida en sus costumbres, te agarran y ten dan unos latigazos. Imagínense, con el tipo de afición mexicana futbolera, tan relajada, chapucera y pendenciera. Más de alguno va a llegar bien marcado de la espalda, aunque no va a divulgar tal humillación, por vergüenza. En Francia 1998, en un acto de ignorancia e indolencia, un mexicano, con sus orines, fue capaz de apagar el fuego perpetuo que había permanecido encendido cerca de 75 años en un monumento que se encuentra bajo el Arco del Triunfo erigido en memoria de los caídos en la primera guerra mundial, ¿qué serán capaces de hacer ahora los mexicanos que fueron a Qatar? Mientras no pase de que nos exhibamos como un pueblo folklórico que se disfraza de china poblana, de catrina o charro con cara de calavera; o traer cargando una gran bocina con la voz de la niña que anuncia: “Se compran colchones, tambores, refrigeradores, estufas, lavadoras, microondas o algo de fierro viejo que vendan”; que se junten los mexicanos en una plaza pública a bailar el Payaso de Rodeo, o anden con sus caballitos inflables desfilando tras de la policía montada, creo que no pasa nada. Pero cuando la pasión futbolera enciende los ánimos al grado de las ofensas y los golpes, o se realizan actos que violen las leyes de ese país, se pone en riesgo la integridad física y nos presenta como un país rupestre que gusta de mostrar al mundo sus miserias y bajos instintos. El juego del fútbol es un deporte que conmueve y exalta el ánimo de millones de personas que disfrutan y sufren el triunfo o la derrota de su equipo como algo propio. Antes de que se jugara el partido México-Argentina me tocó ver un video corto en el que un grupo de mexicanos, para herir el orgullo argentino, canta una estrofa que dice que en las Malvinas se habla inglés. Y se alcanza a escuchar la voz de un aficionado argentino que responde algo más o menos así: “te puedo tolerar que me digas todo lo que quieras, pero eso no, eso no te lo puedo tolerar”. Es entendible la ira del joven argentino que reacciona a la ofensa desmedida de los mexicanos. Los argentinos, en la guerra de las Malvinas tuvieron que tragarse su orgullo porque los ingleses, a fin de cuentas, un Estado imperialista, tomó posesión desde hace muchos años de una pequeña isla enclavada en aguas territoriales de Argentina. En la historia reciente, Inglaterra se enfrentó y mató a muchos argentinos por ese pedacito de tierra. La herida es reciente y todavía les duele. Los hinchas mexicanos se excedieron con ese cántico. Después del partido en el que los argentinos le ganaron al equipo mexicano vi un video en el que un grupo de hinchas de Argentina pasan cantando: “¡Ay, ay, ay, ay! Canta y no llores, porque cantando se alegran cielito lindo los corazones. No cabe duda que los argentinos también pueden ser muy crueles. luissigfrido@hotmail.com