Ada Estela Vargas Cabrero En Tres Puentes un letrero advertía: Morelia, Michoacán: 198,000 habitantes. Así por muchos años, la ciudad era de Carrillo al Pípila, de Mater Dolorosa a San Diego, un espacio lleno de casas de cantera con sus preciosos balcones de hierro forjado antes de convertirlos en horribles espacios comerciales y restarle señorío y dignidad. Las casas tenían puertas de madera cuya llave era de doce a quince centímetros de larga y bastante pesada. Dentro había un pasillo rectangular que terminaba en un portón de madera cerrado siempre, con hermosos labrados y adentro, un gran espacio lleno de floridas macetas y sobre todo helechos que daban marco al primer patio donde estaba la sala que generalmente tenía dos balcones a la calle y más adentro las recámaras. Una puerta interior de madera marcaba la entrada al segundo patio, donde estaba la cocina, el comedor, el baño y tal vez más habitaciones con un corredor bardeado lleno de macetas y quizás algunos árboles como en el primer patio que eran naranjos agrios o limoneros. No podía faltar un jazmín trepador y oloroso, un floripondio y otros macizos de plantas hermosas con orquídeas colgando de las ramas, que acrecentaban los aromas deliciosos y alguna mata de nomeolvides. Entre las baldosas de cantera del pavimento, salían espontáneas raras plantitas de flores de colores que despejaban las sombras de los árboles. En el corredor del segundo patio, había espacio para poner las paranhuas y el comal para las tortillas a mano, acompañadas de la olla de frijoles que se cocían más rápido con leña. Por allá, un cómodo lavadero de cantera y cemento, donde había espacio para grandes piezas de ropa como las colchas y las sábanas .En algún cajón grande donde se ponían los trastes del jabón y estropajos, dormía uno o dos gatos mansos y suaves. En la sala y las recámaras, grandes marcos dorados protegían la imagen de santos venerados por la familia y no podía faltar el Cristo esculpido en fina madera, que a veces tenía un reclinatorio para hincarse mientras le rezaban. Flores, todos los cuartos tenían floreros llenos de plantas humildes como los chicharitos de olor, claveles, espuelas de caballero, perritos, jazmines, malvas y alguna vez, unas elegantes rosas. A las cinco de la mañana salían a barrer la calle, regándola para evitar el polvo y provocando un agradable aroma a tierra mojada, luego a misa a Catedral y a vender la leche en el pasillo, sustento humilde de una familia sin pretensiones. Había que ir por el pan de dulce con Pachita, a un costado del Centro Escolar Michoacán, hecho con horno de leña y cerca de Carrillo, al bolillo tronador y delicioso de Don Beja. Más tarde llegaba Doña Mique a ofrecer pan en un canasto, pero la verdad es que todos habían desayunado frugalmente: café con leche o chocolate y preparado la torta de frijolitos refritos con queso o huevo, para el recreo en la escuela. La ciudad olía a chocolate, a café y en los meses de junio hasta septiembre, a ates, sobre todo de membrillo, postres que se hacían en casa. Entonces rodaban suspiros por sus calles y volaban los anhelos de un barrio a otro, resonando la música de alguna serenata de bonitas canciones para la muchacha linda de la calle. Morelia de antaño, la calmada, pacífica y ordenada ciudad que afortunados, disfrutaron pocos morelianos. Hoy, es otro rollo porque se ha convertido en una molesta e inquita y problemática ciudad, muy insegura y llena de baches, donde la mayor vergüenza es un espantoso e ineficiente transporte público.