Juegos de poder Leo Zuckermann Hace poco vi por televisión un envento conmemorativo de la masacre en la escuela primaria Sandy Hook de Connecticut. Desconsolada, una madre hablaba. Su hija había sido una de las víctimas de Adam Lanza, el joven que unos días antes había disparado con toda calma una pistola Glock de 10mm, otra de 9mm SIG Sauer y un rifle Bushmaster equivalente a un AR-15 que se utiliza en combate, todas armas que pertenecían a su madre. Se me hizo un nudo en la garganta al escuchar a esta madre quien tuvo que recoger en la morge el cadáver de su hija de siete años con once balazos. La de Sady Hook fue una más de las masacres donde un individuo desequilibrado simple y sencillamente se pone a matar a personas inocentes sin ton ni son. El asunto se ha vuelto común y corriente en Estados Unidos. Desde luego que hay muchas variables que deben tomarse en cuenta para explicar este tipo de fenómenos. Pero uno de ellos, de los más importantes, es el acceso que tienen los estadounidenses a las armas, no a pistolitas calibre .22, sino rifles de asalto como el que vació Lanza en la escuela de Connecticut. Recordemos los datos que son, simplemente, escalofriantes: se estiman que en los hogares privados en Estados Unidos hay entre 280 y 300 millones de armas de fuego; cada año se agregan cuatro millones más. Yo no tengo duda porque lo he visto con mis propios ojos: a los estadounidenses les encantan las armas. Una de mis experiencias sociológicas más interesentes en Estados Unidos fue la visita que realicé a una Feria de Armas en San Antonio, Texas. La había organizado una especie de Club Rotario que a lo largo del año realizan todo tipo de actividades: bingos, bailes, galas, campamentos para niños y, por qué no, también una feria para comprar y vender armas. La entrada a la Feria de Armas costaba cinco dólares y daba el derecho a participar en una lotería. El primer lugar ganaba un rifle AR15, el segundo una pistola Black Tagle II y el tercero un revolver calibre .22. Junto a la entrada estaba una mesa para unirse a la Asociación Nacional del Rifle, la poderosísima organización no gubernamental que cabildea para proteger el derecho de poseer armas en Estados Unidos. En el lugar había alrededor de un centenar de exhibidores. Sin problema alguno, la gente compraba o vendía armas viejas y nuevas. Había revólveres históricos de colección como una Colt de 1871 que valía $12,850 dólares. Me encontré una pequeñísima pistola con cacha de concha de nácar que parecía el arma de una pícara mujer de película del Viejo Oeste; costaba $1,150 dólares. En el rubro de “pistolas de malos” había una enorme Mágnum como las que usaba Boogie El Aceitoso a $699 dólares. Para un desconocido como yo en el mercado de armas, fue realmente impresionante observar la gran variedad de pistolas de marcas como Glock, Springfield, Baretta, Taurus, Browning, SIG Sauer, HK y, por supuesto, Smith & Wesson. Los rifles no podían faltar: desde uno nuevo marca Stoger 206 A por sólo $99 dólares hasta un impresionante AR-10T .308, como de francotirador, con mirilla telescópica y apuntador láser cuyo precio era $3,600 dólares. En este particular rubro me llamó la atención la gran variedad de rifles rusos que había a la venta. La gente que asistía a la Feria de Armas no era diferente a la que uno ve en Disneylandia. Eran los típicos estadounidenses: blancos, afro-americanos e hispanos. Lo sorprendente fue observar a los niños. Sí, efectivamente, para mi sorpresa, los dejaban entrar a la exhibición. Ahí estaban, por todos lados, viendo las armas, incluso agarrándolas, con la complacencia de sus padres, cómo si fueran flores y frutas. Algo está mal en una sociedad fascinada por las armas. No es normal. No sorprende, entonces, las masacres que ya son parte de la cotidianidad estadounidense como las de Ruby Ridge, Waco, Columbine, Washington DC, el Tecnológico de Virginia y ahora Sandy Hook. ¿Cuántos muertos más, niños incluidos, necesitan los estadounidenses para darse cuenta de esta fascinación estúpida? Twitter: @leozuckermann-