Agencias/La Voz de MichoacánMéxico. Un padre no debería ver morir a un hijo. No debería tener que acompañarle en ese último viaje. Convertirse en testigo impotente de su dolor. No debería tener que recoger su habitación vacía. Ni tener que aferrarse con uñas y dientes a su recuerdo, porque es lo único que le queda. Ana Obregón resumió el enorme dolor que siente todo padre ante la muerte de un hijo con cuatro palabras: “Se apagó mi vida”. Nada es más devastador, independientemente de la edad del hijo. No importa si tenía 3 o 30 años, el dolor y el sufrimiento son inconmensurables. Por desgracia, esa tragedia no es inusual. El 11,5% de las personas mayores de 50 años han perdido a un hijo, según un estudio realizado en la Universidad de Texas. En estas últimas semanas, al menos 6 niños han muerto debido al coronavirus en Madrid. Detrás de esas cifras se encuentran padres desolados que no saben cómo seguir adelante. El terremoto emocional que desata la muerte de un hijo El duelo parental es un proceso particularmente intenso y extenso. [Foto: Getty Creative] La relación entre padres e hijos es una de las más intensas de la vida. Cuando nace un bebé, los padres se dedican en cuerpo y alma a su nuevo rol, cambiando muchos de sus hábitos y prioridades para hacer espacio a esa nueva personita en sus vidas. Inmediatamente sienten la necesidad de cuidar y proteger a ese niño, se sienten responsables por su bienestar, por lo que es comprensible que su muerte provoque una abrumadora sensación de fracaso. Los padres sienten que esa pérdida no debió haber sucedido. Sienten que es profundamente injusta y en algunos casos incluso pueden experimentar la culpa del superviviente. La muerte de un hijo siempre implica una doble pérdida porque no solo arrebata a la persona amada, sino que también hace añicos la felicidad proyectada. Arrebata los cumpleaños, las vacaciones en familia, los juegos compartidos, la complicidad… Los padres deben asumir que no habrá la comunión con la que habían soñado, que su hijo no se graduará de la universidad, no se casará, no tendrá sus propios hijos, no vivirá. Todo el futuro que habían imaginado y que tanto deseaban se deshace bajo sus pies. Y eso provoca un vértigo emocional enorme. Durante las primeras semanas o meses de duelo la mayoría de los padres experimentan un dolor insoportable que se va alternando con periodos de entumecimiento emocional en los que sienten que la vida transcurre ajena a ellos. Muchas personas que han perdido a un hijo cuentan que durante mucho tiempo se limitan a sobrevivir porque hacer o desear algo más les resulta imposible. Tienen la sensación de haberse quedado huérfanos porque descubren que su hijo también era su pilar, el eje alrededor del cual giraba su mundo, un mundo que de repente ha cambiado para siempre. El duelo parental acarrea desafíos únicos que consumen todos los recursos psicológicos. Este tipo de duelo produce un drenaje emocional y volitivo del cual es muy difícil recuperarse. De hecho, a menudo deja un trauma muy intenso porque los padres se quedan atrapados en sus recuerdos y esperanzas. Por eso, el proceso de duelo por la pérdida de un hijo suele ser particularmente intenso y extenso. En este sentido, psicólogos de la Universidad Estatal de Georgia comprobaron que las heridas psicológicas causadas por la muerte de un hijo pueden mantenerse abiertas y supurando durante mucho tiempo. Algunos padres seguían experimentando síntomas depresivos 18 años después de la pérdida. Muchos de ellos también reportaban problemas de salud y reconocieron que su relación de pareja no soportó la pérdida.